- Pau Marí-Klose argumenta que, al contrario de lo que afirmaba Rajoy en su entrevista en El País, sí existen indicadores fiables que nos permiten saber que la desigualdad en España ha aumentado durante la crisis
El pasado domingo Mariano Rajoy sorprendía a toda la comunidad de sociólogos y economistas que analizamos la desigualdad. Sin pudor alguno se aprestaba a afirmar que “no hay en este momento unos indicadores precisos ni en España ni en Europa sobre los datos de desigualdad”, poniendo así en solfa la labor de Eurostat, cuyo trabajo nunca es cuestionado cuando ofrece cifras sobre el gasto público de cada país, la tasa de inflación, el Producto Interior Bruto o la tasa de desempleo.
Según los datos de Eurostat, que no hay que olvidar, proporciona el Instituto Nacional de Estadística, la desigualdad en España no sólo habría aumentado en los años de crisis, sino que la brecha con Europa se ha ampliado. El dato más conocido sobre desigualdad lo proporciona el coeficiente de Gini, que nos indica cuánto se separa la distribución de ingresos de una sociedad de la que sería estrictamente equitativa. Los valores se sitúan entre 0 y 100. Desde finales de los años sesenta, el coeficiente se había reducido desde 39, aproximadamente, hasta comienzos del siglo XXI. Con la crisis, el valor se ha disparado a 35, uno de los incrementos más notables producidos en Europa en esos años.
En el relato que realiza Rajoy, y en eso lleva razón, para luchar contra la desigualdad es necesario crear empleo. Pero que haya empleo es una condición necesaria, pero no suficiente. Países como Estados Unidos tienen tasas de desempleo muy bajas, pero coeficientes de Gini propios de un país en vías de desarrollo (en torno a 45). El empleo por sí solo no corrige situaciones de desigualdad. Es importante que en los empleos que se creen, especialmente para los segmentos de la población con menores credenciales educativas, se paguen salarios relativamente buenos, y que el régimen fiscal y (sobre todo) las políticas sociales tengan un cierto efecto redistributivo. En este sentido, es imprescindible que estos instrumentos consigan mantener un equilibrio entre rentas salariales y empresariales.
Esto no ha sucedido. En 2011, las rentas empresariales superaban por vez primera a las rentas salariales en España. La renta de los asalariados sólo se llevó el 46% de la tarta del valor añadido, mientras que la porción de las rentas empresariales en el PIB fue por primera vez mayor, un 46,2%. Estas cifras representan la culminación de un cambio histórico. En el arranque de los ochenta, la remuneración conjunta de todos los asalariados equivalía al 53% del PIB español, mientras que el excedente bruto de explotación (que incluye rentas empresariales y de profesionales autónomos) se quedaba en el 41%. Los impuestos a la producción eran el destino del 6% restante.
Evidentemente, a Rajoy no le preocupa corregir esta deriva. A su juicio, el objetivo de cualquier Gobierno (al menos, el del suyo) es asegurar la igualdad de oportunidades y que la gente pueda vivir de manera digna. Pero ¿es eso posible en condiciones de mucha desigualdad? Distintos trabajos publicados en los últimos años lo ponen en duda. En primer lugar, la igualdad de oportunidades queda comprometida cuando las sociedades son muy desiguales. En un contexto de mucha desigualdad, tiende a acentuarse la reproducción intergeneracional del estatus socio-económico, como señaló brillantemente Carlos Carrasco en un post reciente. En este tipo de sociedades, los niños y jóvenes de familias desfavorecidas tienen trayectorias escolares más cortas y experimentan mayores problemas de inserción laboral.
Estos fenómenos están ligados a las condiciones en que muchos viven: padres estresados por problemas económicos, escuelas peor dotadas, profesores desbordados por las situaciones de adversidad social de sus alumnos, barrios inseguros, etc. En cambio, los niños y jóvenes de entornos acomodados se benefician tanto de las mayores inversiones que sus padres pueden realizar en ellos como de las ventajas de ir a mejores colegios, vivir en barrios donde no experimentan problemas de seguridad, así como de disponer de mejores redes sociales para encontrar buenos empleos y, todo hay que decirlo, “buenas” parejas, que les permiten consolidar su posición económica (lo que se conoce como “emparejamiento selectivo”).
Por lo que respecta a la dignidad, se trata de un concepto más difícil de calibrar, porque tiene diversas dimensiones. En las sociedades desiguales, un porcentaje más alto de la población suele sufrir problemas de privación material de bienes básicos (una vivienda en condiciones de habitabilidad, capacidad para mantenerla a temperatura adecuada, alimentación suficiente, sana y variada) y se enfrentan más a menudo a condiciones de carestía monetaria (incapacidad para hacer frente a facturas, a gastos imprevistos, dificultades para llegar a fin de mes).
En conjunto, estas situaciones de llamémosle “dignidad incompleta” afectan a su bienestar psicológico. “Sentirse inferior” como resultado de ocupar un lugar subordinado, poco reconocido o marginal puede activar respuestas biológicas que, a medio o largo plazo, incrementan la vulnerabilidad de las personas ante diversas enfermedades y dolencias. Los sentimientos de humillación, la sensación de que la propia eficacia está reducida o la pérdida de control sobre el entorno han sido asociados a problemas metabólicos, la alteración de la presión sanguínea y el deterioro del sistema inmunológico, que pueden provocar la aparición de afectaciones y el desarrollo de enfermedades crónicas. En general, el deterioro de la salud provocado por condiciones sociales adversas incide negativamente en la esperanza de vida. Por ejemplo, en ciudades norteamericanas, los residentes en barrios más ricos llegan a vivir 20 años más que los residentes en barrios más pobres.
Lo que Rajoy parece ignorar es que los efectos de la desigualdad no son sólo individuales. Hace tres años, los epidemiólogos Richard Wilkinson y Kate Pickett publicaron un estudio que se ha convertido en un best-seller académico,The Spirit Level, que amasa un volumen ingente de correlaciones que evidencian una relación estrecha entre la desigualdad económica en una sociedad y toda clase de indicadores de bienestar social.
Según los datos que presentan Wilkinson y Pickett, las sociedades más desiguales en el mundo desarrollado (Estados Unidos, Gran Bretaña, Portugal) tienden a producir más problemas sociales, desde problemas de salud epidémicos (como adicciones o obesidad) y educativos (altas tasas de abandono escolar prematuro) hasta mayores niveles de violencia (homicidio). Son sociedades con niveles más bajos de confianza social y un número más elevado de personas encarceladas. En estas sociedades, los niveles de bienestar (se midan como se midan) suelen ser más bajos que en las sociedades más igualitarias (los países escandinavos). Por si fuera poco, se trata de sociedades que no cuidan su medio ambiente (reciclan menos) e innovan poco (tienen, en términos relativos, menos patentes propias por habitante).
Los resultados de Wilkinson y Pickett no evidencian causalidad, ni posiblemente controlen adecuadamente por variables que intervienen en las relaciones que observan. En realidad, sólo muestran que el nivel de desarrollo del país (el GDP) no explica cómo se distribuye el bienestar entre sociedades, y que apenas influye sobre las asociación entre desigualdad y los indicadores examinados. Ahora bien, el hecho de que un número tan elevado de correlaciones apunten en la misma dirección invita a analizar qué hay detrás de la asociación negativa entre desigualdad y los indicadores de una “buena sociedad”.
Los análisis politológicos también demuestran que existe una relación entre la desigualdad económica y el grado de interés en la política, los niveles de participación en actividades de carácter político y, en especial, en las elecciones (por ejemplo, este estudio). En sociedades muy desiguales, se resiente la intervención en política de los grupos más desfavorecidos, lo que contribuye a marginar sus intereses. La desigualdad dificulta que cuestiones que preocupan a las clases desfavorecidas ocupen la agenda pública. Ante esta situación, estos grupos pierden interés en la política convencional y pueden terminar desarrollando actitudes fatalistas, convencidos de que es imposible cambiar nada participando en la esfera de la política.
La implicación de este hallazgo es que, en situaciones de desigualdad, las clases desfavorecidas conceden a las clases más acomodadas un margen muy amplio para lograr que sus intereses prevalezcan. Es decir, la desigualdad sesga los sistemas políticos democráticos en beneficio de las clases acomodadas, que, al promover más activamente sus preferencias, pueden de nuevo contribuir a reproducir e incluso incrementar los niveles de desigualdad.
Por último, los economistas están descubriendo las desventajas que la desigualdad tiene para la eficiencia. La inmensa mayoría de los economistas admiten que cierta desigualdad es necesaria para el crecimiento económico. Pero algunos están advirtiendo que un nivel excesivo de desigualdad puede condicionar en sentido sub-óptimo la toma de decisiones y distorsionar los mecanismos de asignación eficiente que realiza el mercado. El prestigioso economista de Harvard Lawrence Katz ha argumentado que niveles elevados de desigualdad restan a los grupos más pobres capacidad para invertir de forma óptima en su educación y en la de sus hijos. En las sociedades más desiguales, no se capitaliza adecuadamente el “talento natural” de los niños que tienen la poca fortuna de nacer en una familia desfavorecida (condenando a muchos de ellos al fracaso escolar), mientras que se ofrecen (de manera improductiva) demasiadas oportunidades a los hijos menos dotados de familias acomodadas para que puedan alcanzar el estatus social de sus padres.
El segundo argumento de Katz es que en sociedades muy desiguales, las élites económicas disfrutan de una capacidad excesiva para comprar voluntades y conseguir favores y contratos, utilizando mecanismos que distorsionan las dinámicas de mercado (cortejando a políticos, financiando sus campañas, incurriendo en prácticas oligocopolíticas y eludiendo la acción de los tribunales, etc). En unos tiempos como los que estamos viviendo, en que los Estado se han apresurado a socializar las pérdidas de grandes grupos financieros para rescatarlos del colapso al que se veían abocados, la hipótesis de Katz cobra relevancia. La tarea que deben imponerse los economistas académicos que encuentren persuasiva estas hipótesis es estimar en qué umbrales de desigualdad la ineficiencia económica provocada por niveles elevados de desigualdad excede las ventajas que procuran niveles moderados de desigualdad. Si más economistas se dedicaran a estos menesteres, seguro que todos saldríamos ganando.