El brote de ébola que está teniendo lugar desde diciembre de 2013 en algunos países de África occidental ha hecho su aparición en la primera escena mediática y política (no sabemos muy bien en qué orden) a partir de la repatriación de dos estadounidenses y un español afectados por la enfermedad; hasta entonces el brote no era más que una de esas cosas que ocurren en algún lugar de África.
La repatriación de estos ciudadanos de países de renta media-alta/alta ha puesto de manifiesto que el omnipresente derecho a la salud tiene dos caras, de modo que la situación atravesada por los países de renta baja solo es considerada como un problema de importancia global cuando su imposibilidad de desarrollar y disfrutar el derecho a la salud puede tener repercusiones negativas en las vidas de los países que controlan las instituciones de gobernanza global en salud.
Hablamos del derecho a la salud pero, ¿qué significa? Mary Robinson, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, lo definía como:
Es decir, Robinson define el derecho a la salud como limitado a la asistencia sanitaria. Sin embargo, si tomamos como referencia el marco de determinantes sociales de salud diseñado por la Comisión para Reducir las Desigualdades Sociales en Salud en España, podemos observar que para garantizar algo denominado “derecho a la salud” –o incluso garantizar el mero derecho a la asistencia sanitaria- es preciso abordar previamente cambios profundos en los determinantes que acaban condicionando la organización de los sistemas sanitarios y el acceso a los mismos.
Esta visión que pide aunar el derecho a la salud con la visión de los determinantes sociales de salud es defendida por una de las mayores autoridades en el estudio de las desigualdades sociales en salud, Michael Marmot, quien en 2013 publicó un artículo acerca de “La cobertura sanitaria universal y los determinantes sociales de salud” (Marmot M. Lancet, 2013). Hablar de asistencia sanitaria es hablar de determinantes estructurales de índole económico, social y político, en los que habrá que actuar para articular una respuesta sanitaria efectiva y accesible.
Además de evidenciar que el derecho a la salud tiene varias velocidades –la de los repatriados y la de los autóctonos de África Occidental-, el brote de ébola ha destapado otros ejes de inequidad en relación con el acceso a medicamentos, la priorización de los fondos para la investigación o la organización de los servicios de epidemiología en aquellos países en los que las enfermedades infecciosas siguen siendo un problema de primer orden.
En los últimos años se han logrado importantes avances en la expansión de la asistencia sanitaria en países de rentas bajas, el derecho a la asistencia sanitaria universal (no entendida como lo hacemos aquí, donde la universalidad va ligada a la gratuidad en el punto de la asistencia, sino vinculada a la capacidad de recibir asistencia a un coste asequible) se ha posicionado como un objetivo omnipresente en las agendas de las organizaciones supranacionales en materia de salud, y los institutos de salud global proliferan a la vez que la salud global se asienta como una “salud pública en un mundo sin fronteras”. Sin embargo, casos puntuales como el brote de ébola o casos globales como el análisis de la carga de enfermedad en el África Subsahariana hacen ver que el olvido real al que se ven sometidas las condiciones sociosanitarias de los países del África Subsahariana es mayor que su presencia en los planes institucionales de salud global.
Habrá más brotes de ébola, y esperemos que para entonces tengamos disponible una vacuna frente a este virus… y que puedan acceder a ella las personas que más la necesitan.