Desde hace algún tiempo la crisis de la representación política está en el centro de todas las reflexiones que tienen que ver con la teoría de la democracia. Una de las articulaciones más evidentes de esta crisis quedó cristalizada en ese eslogan que inundó las plazas de las principales ciudades españolas al grito del “no nos representan”. Esa denuncia profundizaba en lo que muchos teóricos venían articulando como una crisis más general de negación de la política. Para el sociólogo Alain Touraine, por ejemplo, era necesario poner fin a la dominación de la economía sobre el resto de las esferas sociales a través de un debate político que la propia economía había inoculado.
El diagnóstico de Touraine era preocupante porque lo que en definitiva venía a poner en evidencia era que la reconstrucción de la vida social a partir de la crisis se había hecho bajo la base de la dominación de la economía, de los “imperativos” económicos, sobre la misma sociedad. Esto ocurría, en palabras de Habermas, porque el sistema de racionalidad particular propio de la economía se extendía de manera ilegítima más allá de su propio campo, hacia el corazón de otro dominio no guiado por esa misma racionalidad. Y eso había acabado por deformarlo todo, estrechando la forma de pensar sobre las cosas. A ello se refería Tony Judt irónicamente cuando señalaba “estoy seguro de que el poder de los intereses creados se ha exagerado enormemente en comparación con la restricción gradual de las ideas”.
En realidad, dentro de las múltiples crisis, nos encontrábamos ante otra más profunda que tenía que ver con una grave quiebra de la imaginación. Mientras tenía lugar el proceso de dominación de la economía sobre el resto de las esferas, mientras se profundizaba en esa “crisis de lo político” distorsionada en gran parte por los imperativos económicos, parecía imposible plantear otras cosas. Por ejemplo, la estructura y procedimientos de toma de decisiones: quién decide y cómo se decide, o lo que es lo mismo, donde debía residir realmente el poder. Bajo el paraguas de ese contexto, era fácil entender por qué se iba generando una tensión en el concepto mismo de la representación.
La política aparecía como un sistema que gestionaba o administraba un mundo sobre el que los representantes no tenían un control directo, y mucho menos los ciudadanos. Los partidos y los sindicatos mayoritarios empezaban a verse como leales “administradores” del sistema, incapaces de abordar esas preguntas fundamentales, y de empatizar con los verdaderos problemas de la gente. Esa fue una de las principales causas del descontento social y el motivo fundamental por el cual los ciudadanos dejaron de sentirse “representados”. Desde el punto de vista académico se volvía a Hanna Pitkin para conceptualizar la crítica formulada por el Movimiento 15 M en una crisis del modelo representativo de democracia como autorización, y de las vías de control de los gobernantes por parte de los gobernados a través de la quiebra del sistema de rendición de cuentas.
A esa sensación de pérdida paulatina del poder de los ciudadanos, y del sentimiento generalizado de no verse representados por sus representantes, hubo que añadir otro fenómeno fundamental como lo venía siendo la reconfiguración del espacio público y de los procesos de comunicación propiciada por la irrupción de Internet y la generalización de las nuevas tecnologías en el funcionamiento del sistema democrático. La Ciencia Política debía preguntarse en qué medida estaba influyendo sobre la crisis de la representación la digitalización de una parte sustantiva de ese espacio público y una parte cada vez más significativa de la opinión pública. Desde la teoría política pronto se tomó conciencia de algo importante; que la representación de la crisis democrática a través de las nuevas tecnologías formaba ya parte de la comprensión misma de la democracia. Tal y como sostenía Saskia Sassen, ese ensamblaje digital iba provocando un cambio sustantivo en la forma de entender los procesos democráticos y de actuar a través de ellos. Como en todas las esferas de los sistemas democráticos, la dimensión representativa se vio afectada de una manera ambivalente.
Por un lado, esa dimensión representativa comenzó a vincularse con la cuestión de la voz: ¿Quién tenía voz en la esfera pública y qué capacidad tenía su voz para ser representada en el propio parlamento? ¿Había una representación institucional de las voces filtradas desde esa esfera pública digital? ¿La voz contaba como poder de influencia en el proceso de toma de decisiones? Si esto era así, el poder no estaba solo en tomar decisiones, sino en ejercer presión para tomarlas, en visibilizar perspectivas desde enmarques lingüísticos y hashtags, y por tanto, en poder dar proyección pública a intereses y opiniones. Representación en ese sentido tenía que ver con influencia política; la habilidad o el poder de ser escuchado.
Esto no era nuevo, el propio John Stuart Mill había desarrollado esa dimensión de la representación en sus Consideraciones sobre el gobierno representativo. Según el clásico, defender el sufragio para las mujeres o para la clase trabajadora no era suficiente sin una estructura previa que garantizase una voz influyente. En la democracia representativa la exclusión toma primero forma de silencio; una deja de ser escuchada porque su voz no cuenta proporcionalmente, o porque no es lo suficientemente fuerte como para ser oída.
Con las TICs la democracia puede pensarse como un proceso comunicativo de muchos actores políticos que desemboca en la toma de decisiones. Si la democracia es un sistema en el cual el proceso político debe ser evaluado desde el punto de vista de todo el mundo (las mayorías y las minorías) y presupone que cada decisión se alcanza tras un debate cuyos participantes representan idealmente intereses, opiniones y perspectivas de toda la sociedad, el problema de la infra-representación alcanzaba al corazón mismo de la cuestión sobre la voz en el espacio público. Sin embargo, como señala Vallespín, el aumento en la complejidad de la intermediación política ha provocado también una crisis de los mediadores tradicionales entre sociedad y política como venían siendo los propios partidos políticos.
Representar es estar y actuar en lugar de otro. Pero la expresión política que aparentemente privilegian las TICs es la de un ideal de democracia directa, rápida e inmediata en la que el actor no necesita ser representado porque él puede ya representarse a sí mismo. Las TICs generan el entendimiento de los procesos políticos no mediados, como alternativa a la impersonalidad, la alienación y la burocratización de los gobiernos en las actuales democracias. Ofrecen la oportunidad de que los individuos puedan opinar y tomar decisiones colectivas de una forma descentralizada y al mismo tiempo. Pero la política es también relación entre extraños que no se entienden en un sentido inmediato y rápido, sino que interactúan además a través del tiempo y la distancia, y a través de actores intermedios.
Desde esta perspectiva para Chantal Mouffe lo que de verdad provoca una crisis de la representación es la ausencia de una verdadera institucionalización del conflicto en las cámaras representativas. La crisis de la representación se produce cuando las fuerzas políticas no representan las posiciones antagónicas que hay en la arena social. Lo contrario a la representación, por tanto, no es la ausencia de participación, sino la ausencia misma de representación.
Un verdadero enfoque radical de democracia debería empezar por reconocer un modelo integral en el que las dimensiones representativa, deliberativa y participativa no fueran excluyentes. Tener esto en cuenta es fundamental, porque la transparencia, la inmediatez y la ausencia de representación que la gente cree encontrar en la red, lejos de crear relaciones más auténticas y puras en política, pueden acabar negando la política misma.