¿Una visita de Estado?
La operación propagandística pergeñada por la Casa del Rey, con la ayuda del ministro Margallo, pone al descubierto alguno de los elementos que prueban la toxicidad que ha desarrollado la monarquía borbónica restaurada por Franco en la persona de Juan Carlos de Borbón, que vive su peculiar otoño del patriarca desplegando una capacidad de contaminación inusitada.
La “visita de Estado del rey Juan Carlos I a Marruecos”, ha sido utilizada como la prueba de la utilidad de la monarquía para los intereses de la “marca España” y diseñada sobre todo con el evidente propósito de reflotar la muy maltrecha imagen del monarca. Para ello el rey ha contado con la complicidad del monarca marroquí, al que nuestro Jefe de Estado honra con tratamiento familiar de sobrino, para recibir a su vez el privilegio de ser acogido en pleno ramadán e incluso saludado con dátiles y miel. Todo ello es, sin duda, la quintaesencia de un modelo difícilmente cohonestable con una democracia decente.
Es verdad que esta operación publicitaria ha tenido la desgracia de coincidir con un momento álgido del “caso Bárcenas”, que le ha robado la exclusividad de primeras planas y tertulias que habían soñado quienes la diseñaron. Pero vayamos más allá. Veamos el modelo de visita de Estado. ¿Es imaginable un país democrático en el que sus intereses son defendidos mediante los guiños de complicidad entre dos patriarcas que pasan por encima de las molestias derivadas de la sujeción a las leyes y procedimientos para resolver sus asuntos? ¿Es propio, no de un Estado democrático, sino simplemente serio que los verdaderos problemas de las relaciones entre Estados sean resueltos en el clima de secreto de familia que encima nos presentan como una ventaja, un privilegio? ¿Tiene cabida en un Estado en el siglo XXI la imagen de un representante democrático, de un ministro del Gobierno elegido por las urnas, que se vanagloria de su papel de mera comparsa del rey?
La idea peculiar de democracia de ese ministro la encontramos en su elogio de la similitud entre Marruecos y España, que es similitud entre sus dos monarcas: “Marruecos ha elegido la buena vía, que no es muy distinta de la que escogimos en España a partir de 1975: una evolución a la democracia desde la ley, guiados también, y no es casualidad, por una monarquía porque es elemento de estabilidad. Don Juan Carlos fue el motor del cambio en ese proceso y el rey Mohamed VI lo está haciendo en Marruecos”. Aún más el ministro Margallo aseguró que la vía elegida por “Marruecos y Argelia” es la “buena”—, y no la de los “procesos revolucionarios en Túnez, Libia y Egipto, que son objeto de preocupación en todas las cancillerías del mundo”.
Y sí, también debe ser el modelo de democracia al que se aspira, ése que consiste en que ambos reyes animen a los empresarios a aprovecharse de las facilidades para hacer negocios, que es lo mollar, lo importante, aquello para lo que hemos venido, mientras se orillan asuntillos menos vistosos. Por ejemplo, las dificultades que vive la libertad de expresión y prensa, los derechos de las mujeres o la represión del movimiento ciudadano opositor. Por ejemplo, la venta de armamento español a Marruecos (un interés clave para el rey, que siempre ha reservado el nombramiento del ministro de defensa, cargo desempeñado hoy por un experto en esos negocios), denunciada por casi todas las ONGs independientes. Y, por supuesto, la vergonzosa deslealtad del Estado español hacia el pueblo saharahui, inaugurada por la primera actuación del entonces jefe de Estado interino por enfermedad de Franco, el príncipe Juan Carlos, que cedió a la estrategia de su primo Hassan II, deslealtad e incumplimiento de sus deberes internacionales que hoy prolonga de nuevo nuestro ministro de Asuntos Exteriores, quien sostiene que “La posición de España es la que hemos mantenido en Argel y Marruecos: una solución estable, pacífica y justa de acuerdo con los parámetros y la doctrina de la ONU”. Es decir, que sigan reprimiendo al pueblo saharaui y que se sigan conculcando los derechos humanos, que nosotros estamos a lo que hay que estar.
¿Son esos los modos que sirven para que avance en España la democracia de los ciudadanos? ¿Es esa la utilidad de la monarquía? Quizá en el fondo sí, este monarca que se resiste a dejar su responsabilidad y sus privilegios, nos ha prestado un gran servicio: evidenciar una vez más por qué, más pronto que tarde, hemos de librarnos de ese vestigio atávico y recuperar la libertad que significa una República.