En la misma Inglaterra de los 70 que alumbró el antagonismo entre el gobierno de Thatcher y el punk que celebraba su muerte incluso décadas antes de producirse, existía un acuerdo tácito entre ambos extremos: donde no había futuro para unos, no había alternativas para los otros. Puede que ambos estuvieran hablando de lo mismo, pero desde puntos de vista diametralmente opuestos.
“No hay alternativa” podría haber sido la divisa con la que el gobierno Thatcher pasara a la historia. Estas tres palabras (TINA, por su acrónimo en inglés) fueron repetidas hasta la extenuación por la primera ministra, hasta el punto de que hubo quien llegó a rebautizarla con ese apellido. Estas siglas son el mejor resumen de su política económica y, a rebufo de esta, de cualquier otra política que llevara a cabo. Sin embargo, TINA no fue una creación de Thatcher, ni siquiera de ninguno de los Sir Humphreys que la rodeaban. Ni siquiera del abuelo de ninguno de ellos.
Podemos trazar los orígenes de la expresión, de cuna indiscutiblemente liberal, hasta el filósofo victoriano Herbert Spencer. Darwinista social a pesar de no aceptar el darwinismo en biología, fue opositor feroz del socialismo de la época en cualquiera de sus formas. No son pocos ni menores los autores que reconocen su influencia, de Hayek a Friedman, pero fue su adopción por parte de Margaret Thatcher (quizá después de descubrirle en las sesiones del Institute of Economic Affairs en los años 60) y Ronald Reagan lo que le dio el empujón definitivo y convirtió sus teorías en realidades demasiado palpables para millones de ciudadanos nacidos después de su muerte.
De todo su legado, Thatcher rescató la expresión “There is no alternative” y la incorporó a su arsenal dialéctico, ya de por sí dado a la contundencia más que al consenso, y de allí hasta nuestros días. Ya sea en la misma Inglaterra en boca de David Cameron, ya sea en España o en Cataluña, la apelación a la falta de alternativas viables sigue estando hoy en el primer puesto de la lista de justificaciones de decisiones que son, estrictamente, opciones ideológicas liberales, si hay suerte, cuando no directamente reaccionarias.
La lógica es bastante obvia: la economía es una ciencia y, como tal, existe una aproximación estrictamente técnica a cualquier problema de índole económica. Y de entre todas las soluciones posibles, sólo una es óptima en un contexto y momento determinado. Galbraith y muchos otros intentaron desmontar la falacia que se esconde detrás de este planteamiento, recordando que la economía no existe separada de la política (y que convertirla en un sujeto no político lo que conseguía era destruir su relación con el mundo real), pero sin demasiado éxito, visto lo visto.
La realidad no es que no hubiera alternativas, que las había, locales y globales. Sino que habiendo aniquilado cualquier atisbo de oposición interna y resquebrajándose el muro, no había nadie en disposición de ofrecerlas. Thatcher y los suyos completaban así una suerte de profecía autocumplida.
El día después de la muerte de Thatcher nos desayunamos con estupor la portada del que antaño fue el periódico de referencia del progresismo español caracterizándola como “revolucionaria conservadora”, cuando si algo fue, no fue ni lo uno ni lo otro. Su desarme sistemático y calculado del Estado del Bienestar (retratado con crudeza por Owen Jones en Chavs. La demonización de la clase obrera, Capitán Swing, 2012) fue una maniobra abiertamiente reaccionaria, en su acepción de restituir estados ya pretéritos. La lucha de clases más descarnada disfrazada de un inexistente consenso social alrededor del liberalismo económico (y democrático) como único sistema social viable. No había alternativa.
Es pertinente recuperar a Albert O. Hirschsman, un economista a menudo olvidado por los propios economistas (que quizá lo penalizan, como apunta Antón Costas, por haber tendido puentes con el resto de las ciencias sociales) que retrató con precisión la retórica de la reacción –traducida al castellano como “Retóricas de la intransigencia”- en el empeño de ésta para desmontar el Estado del Bienestar en la década de los 80 (algo que tan actual suena hoy).
Hirschman sintetiza con elegancia las tres tesis que, a lo largo de los siglos XIX y XX las fuerzas conservadoras y reaccionarias habrían usado para dificultar, impedir o revertir el progreso social: la de la perversidad (cualquier acción positiva corre el riesgo de exacerbar la condición que pretende remediar), la de la futilidad (cualquier intento reformista es inútil porque no puede operar sobre las leyes que rigen la economía) y la del riesgo (el precio de la reforma amenaza logros antiguos ya consolidados). La apelación al miedo, a la alarma social, al riesgo… que podemos descubrir en tantos titulares hoy en día, son el complemento perfecto para aplacar cualquier atisbo de reforma (o de ruptura) que pueda llegar a cuestionar el mantra de que no hay alternativas viables.
La combinación de TINA con las retóricas de la intransigencia diseña una pinza perfecta para que, ya sea desde el gobierno o desde la oposición, las fuerzas de la reacción, apoyadas por sus no pocos voceros mediáticos, garanticen que las cosas sigan siendo como deberían (o que, como la peor de las alternativas, no puedan ser de otro modo). Para el economista radical Michael Albert, el éxito de TINA es el mayor obstáculo para “la participación popular y la disidencia con el objetivo de construir algo mejor, porque nos hace creer que intentarlo es inútil. (...) ”¿Me estás pidiendo que luche contra la gravedad? (...) Vamos, despierta, deja de luchar contra lo que es inevitable“, así es como lo ve la mayor parte de la gente. (...) Si no hay alternativa a la pobreza, tampoco tiene sentido que haya un movimiento en contra de ella.” Y la mejor manera de combatir el éxito de la TINA, afirma, es sabiendo hacia dónde se quiere ir.
Las fuerzas de progreso no han sido capaces de contestar de manera creíble a estos planteamientos durante tres décadas más que de manera puntual (a pesar de intentos bien intencionados de desenmascarar las trampas del lenguaje neoliberal, como el reciente No nos lo creemos. Una lectura crítica del lenguaje neoliberal, Clara Valverde, Icaria, 2013). Las retóricas de la reacción y la falta de alternativas reaparecen cada poco, como la mala hierba, para liderar el desarrollo social o para devolverlo al cruce en el cual algún infortunio histórico lo hizo descarrilar. Y parece que tampoco han sido capaces de usar las mismas herramientas en beneficio propio o que, cuando lo han intentado, su filo se demostraba romo para sus propósitos.
Puede que Margaret Thatcher llevara a cabo muchas políticas que no nos gustaría sufrir en nuestras propias carnes. Pero este, aunque menor, es, sin duda, su peor legado. Porque da a sus conmilitones las herramientas necesarias para intentar replicar ya no una de sus acciones concretas, sino todas ellas e incluso otras que ella jamás hubiera alcanzado siquiera a imaginar.