Durante estos días muchos artículos nos han tratado de explicar qué procesos históricos han conducido a la masacre que se está produciendo en Gaza. Cuáles son las características de una guerra definida fundamentalmente por sus términos asimétricos en fuerza, recursos y contendientes. Conocemos las cifras con toda su desnudez. Pero aunque contadas todas las vidas, el hecho descarnado es que por sí mismas no logran explicar las condiciones de creciente vulnerabilidad y agresión que sufren unas frente a otras. Indagar sobre ello equivale a preguntarse ¿cuáles son las formas de distribución de vulnerabilidad, de desposesión y miedo de esta guerra? Sobre la base de este interrogante vamos a tratar de reflexionar en este artículo.
Desde que comenzara la ofensiva de guerra israelí contra Gaza en el mes de julio, el número total de muertos palestinos supera los 800. Muchos de ellos son familias enteras. Y entre ellas más del 20% son niños. A partir de nuestros esquemas de representación de la realidad estamos acostumbrados a decir que las cifras hablan por sí solas. Sin embargo a veces las cifras no hablan por sí mismas. Parece que la categoría “niño” puesta sobre la cifra le otorga más trascendencia y emotividad porque el niño es el rostro más vulnerable de la guerra. Pero en esta ocasión, aunque las cifras y los rostros son bien conocidos, las muertes de esos niños no cuentan. Las muertes de los niños dejaron de contar cuando sus cuerpos se convirtieron en puro instrumento de guerra. De esta forma, aunque son las personas las que hacen la guerra y utilizan instrumentos materiales con los que emprenderla, lo insólito es que se ha convertido a los niños en material de guerra. A través de la técnica de la instrumentalización, las personas dejan de ser personas y pasan a transformarse en objetos. Y sabemos por los grandes teóricos políticos que la objetivación es la estrategia más inteligente para el desposeimiento. Esa idea fue condensada de manera magistral por Adorno y Horkheimer cuando sentenciaron: “toda reificación es un olvido”.
Pero además, hay un modo de enmarcar las pérdidas de la guerra que según Judith Butler tiene que ver con una desigualdad dominante en la conceptualización del afecto. Esta filósofa judía guiada por su afán de comprender lo incomprensible nos ha hablado de la existencia de una distribución diferencial del duelo entre los pueblos. Esa distribución diferencial del duelo sitúa en primer plano unas vidas por las que es posible llevar duelo, mientras que excluye a otras como merecedoras de ese dolor. Esa distribución diferencial del dolor, del duelo, subyace dentro de un modo instituido de racismo que produce precariedad, vulnerabilidad y desposesión. Esa distribución diferencial del duelo, asume que la guerra es parte de un negocio para mantener la precariedad y la vulnerabilidad como norma de vida cotidiana en Palestina. Por esta razón, el hecho de llevar esas poblaciones al límite, de mantenerlas en el límite de la precariedad, es una forma de violencia más efectiva si cabe que las propias bombas.
Israel tiene fuerzas suficientes como para aniquilar a toda la población palestina de una sola vez, pero es consciente de que “no se les debe extraer todas sus vísceras”. Es consciente de que ese sufrimiento prolongado en el límite de la precariedad le sale más rentable. Y quién sabe si también a una sociedad internacional pendiente siempre de su reconstrucción y abastecimiento a través de poderes extranjeros y compañías multinacionales, pero no de hacer efectiva una diplomacia que ponga fin al conflicto. El re-hacer de la guerra, dice la filósofa, forma parte del mismo hacer la guerra. Mientras un pueblo se convierte en impensable, mientras un pueblo permanece en ese terreno ambiguo de la frontera entre el existir y no existir como tal para la comunidad internacional, la guerra entonces, resulta más sencilla.
Desde hace mucho tiempo, la mayoría de las organizaciones internacionales como Cruz Roja o la propia Naciones Unidas vienen alertando de que Gaza mantiene un nivel de alimentos suficiente como para sobrevivir pero no como para vivir. Esta forma de hacer al otro permanentemente vulnerable es la manera de determinar al otro como radicalmente vulnerable. Por eso, nuevamente, cuando hablamos de Israel y Palestina, debemos volver a esa distribución diferencial de la precariedad, a esa distribución diferencial del duelo por las vidas perdidas, por las vidas que no son dignas del mismo dolor.
Esa es la base de la construcción nacional de Israel, negar el valor de las vidas de uno, para poder llorar sus muertos. Esa base de construcción nacionalista rechaza aquellos planteamientos que las principales voces filosóficas del momento están intentando articular, esto es, que ya no podemos pensar el orden social ni internacional fuera de la interdependencia; que cada uno de nosotros estamos expuestos al otro. Que “estamos ligados al extraño”, a lugares donde nunca hemos estado. A sitios donde tal vez nunca iremos. Que estamos vinculados a las experiencias y los ejemplos de otras vidas que nunca conocimos o que jamás escogimos. Desde esa base ontológica “matar al otro es negar mi vida, que no es tan solo mía, sino la noción de que mi vida es, desde el principio, e invariablemente, vida social, interdependiente, y por tanto, vulnerable”.
La experiencia de la vulnerabilidad no tiene que conducir a la violencia militar ni a la represalia. Antes bien, el reconocimiento de nuestra propia vulnerabilidad, el reconocimiento de que hay otros de quienes depende mi vida, debe hacer pensarnos dentro de una comunidad política basada en la interdependencia, y por tanto, desde otro lenguaje y acciones. Ese y no otro, debería ser el punto de partida para pensar la paz.