Inviolable e irresponsable. Así define el status del Rey el artículo 56.3 de la Constitución española de 1978: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Aunque en realidad ese atributo responde a la tradición sacral o, al menos, absoluta -propia del ancien régime (the King can no do wrong)-, nos han explicado mil veces que no puede ser de otra manera si queremos garantizar la función de alta magistratura –ejemplar y vitalicia- que se atribuye al monarca como Jefe de Estado en nuestra monarquía parlamentaria. Un Rey al que el mismo artículo en su primer apartado atribuye la condición de “símbolo de su unidad y permanencia”, característica a la que añade las de árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones, así como la “más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales”.
Pero ese no es un atributo exclusivo de los monarcas. Entre el rey de una monarquía parlamentaria y un presidente de República no presidencialista la diferencia estriba, en primer lugar, en la condición adquirida de por vida, desde el nacimiento (o será desde la concepción?) hasta la muerte (o improbable abdicación). En uno y otro caso, como no hay poder real, no hay responsabilidad política en principio: ambos cumplen similares funciones simbólicas y por eso los segundos son también inviolables, aunque en sentido estricto -esta es una segunda diferencia- no son irresponsables. No son irresponsables políticamente si puede renovar su mandato, porque en ese caso debe someterse a un escrutinio electoral en el que se juzgará esa responsabilidad. Y en sentido estricto, no son jurídicamente irresponsables, sino sólo mientras se encuentran en el cargo, como comprobamos hace poco en el caso de un Presidente de República presidencialista, Jacques Chirac, quien, una vez que dejó de ser Presidente de la República francesa, fue condenado por los delitos de malversación de fondos públicos, abuso de confianza y apropiación indebida cometidos durante su mandato como alcalde de Paris.
Que esa condición de inviolabilidad, en su dimensión de irresponsabilidad jurídica, de inmunidad de jurisdicción pugna con progresos jurídicos como el de jurisdicción universal que se han impuesto en el Derecho internacional después del caso Pinochet, a través del Estatuto de la Corte penal internacional o Estatuto de Roma, es bien sabido. Aunque casi todos estaremos de acuerdo en que la hipótesis de un hipotético monarca de España genocida o autor de crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra o agresión parece, más que remota, inverosímil. Claro que hay un supuesto en el que cabría analogar el régimen de responsabilidad jurídica del rey con el del presidente de la República: el caso de abdicación. En efecto, como señalan algunos colegas constitucionalistas, ex Constitutione no parece que se pueda argumentar que la irresponsabilidad jurídica (la inmunidad) se extienda desde la dimensión institucional a la personal. Precisamente por esa razón ya he apuntado en algún ensayo anterior que, a mi juicio, es un elemento en contra de la posibilidad de abdicar, por el temor de que al rey abdicado se le pudieran exigir tales responsabilidades jurídicas al no continuar cubierto por el privilegio.
Sin embargo, cuestión distinta es la atinente a la responsabilidad política. Porque en el estatuto privilegiado de la corona se produce una exacerbación de las contradicciones o déficits que parecen lastrar hoy más que nunca la clásica distinción entre responsabilidad política y jurídica. Y es que el rey no sólo es irresponsable jurídicamente, sino también políticamente y de forma vitalicia y por eso nuestra Constitución impone el refrendo de sus actos.
A mi juicio, esa es una de las razones, si no la fundamental, de la creciente toma de conciencia de la inadecuación de una institución como la monarquía ante los tiempos que corren. Hoy, las instituciones y poderes de las democracias deben ser capaces de renovarse para mantener la libre aceptación de los ciudadanos, su contrato con ellos. Un contrato que es tanto de confianza como de desconfianza. Unos cambios que podrían concretarse en saber responder. Esta es una condición activa, no pasiva. Significa saber asumir plena responsabilidad política, por sí y por quienes actúan bajo su mandato y supervisión porque esa función es la que le encomendamos. Algo que, insisto, es muy distinto de la responsabilidad jurídica (y, desde luego, de la penal).
Cuando un cargo público se aferra como criterio de legitimidad al hecho de que no ha sido condenado por los tribunales, significa que no ha entendido nada de lo que es la responsabilidad política. Como lo enseñan una vez más el reciente episodio de la moción de censura en Ponferrada, la creativa “delegación de cargos” del Sr Oriol Pujol o el episodio de los ERES en Andalucía, ésta no se demuestra por la inexistencia o caducidad de antecedentes penales. Para todo cargo público, la responsabilidad política exige ejercicio continuo del deber de transparencia y de la disponibilidad de dar cuentas a los ciudadanos, que son sus jefes. No es un don adquirido para siempre por lotería (la de la lista del partido, o la biológica, la de nacer de padre o madre rey/reina y, eso sí, dentro de matrimonio heterosexual y monogámico). Día a día. Y si no se cumple, no basta con pedir perdón y seguir como si nada. Aquí no vale lavar los pecados mediante la confesión y el propósito de enmienda (que permite volver a pecar cuantas veces sea el caso). Asumir la responsabilidad política significa marcharse cuando uno no ha estado a la altura de la alta función (del privilegio) encomendada. Sin necesidad de parapetarse tras el muro de interminables procesos y el derecho de presunción de inocencia. Porque ese derecho protege otra cosa, que no la responsabilidad política.
Por eso puede decirse que la responsabilidad política se ejerce cuando se observa la transparencia, la delimitación republicana entre lo público y lo privado (ese modelo de la Roma de Catón), el escrupuloso respeto al Derecho y a la ley (a la igualdad ante la ley). Por eso, es incompatible con el bochornoso espectáculo de la corrupción o de los privilegios –desigualdades, impunidades- aparentemente inevitables de los poderosos (los reyes y sus familiares en este caso), por ejemplo cuando hacen negocios “como si fueran igual que los demás”, la coletilla periodística que, aplicada a quienes viven en permanente privilegio, sólo puede aceptarse como sarcasmo, lo que justifica que seamos particularmente exigentes con ellos. Por eso no podemos aceptar que ni el rey ni la familia real hagan negocios, pues no entran en ellos en igualdad de condiciones con los demás y suman así un enorme privilegio añadido al status de privilegio que ya les hemos otorgado por definición.
Así, hay que concluir que no es adecuada a las exigencias de los tiempos un sistema institucional en el que se excluye de por vida la responsabilidad política del Jefe del Estado, donde no se le somete al test de máxima publicidad, transparencia y control al que deben sujetarse –iguales ante la ley- todos los ciudadanos y sobre todo aquellos que administran poderes, funciones públicas. El oxímoron es evidente: por definición las monarquías son opacas e irresponsables de por vida. La luz, la publicidad, la transparencia, les hace daño porque desvelan el secreto de polichinela, el hecho de que el rey está desnudo.
No sólo es que la experiencia nos muestre machaconamente la verdad del dicho de Lord Acton, esto es que como cualquiera que ejerce el poder, resulta inevitable que los monarcas también se corrompan (más aún si su poder no está sujeto al mínimo control de la transparencia). Es que el carácter vitalicio dificulta la comprensión de que la justificación de su existencia –su magistratura ejemplar y su utilidad- se gana sólo si se ejerce día a día esa magistratura ejemplar. No basta con haberlo hecho bien in illo tempore.
No. Además, cuando los vemos sin los oropeles, cuando podemos hacer cuentas y pedirles que respondan del cumplimiento de sus funciones, exigirles que respondan (que sean responsables) también en lo tocante a su utilidad, es inevitable el asombro ante lo que les pagamos. Para qué. Qué hacen. Para qué sirven. Preguntémonos hoy, por ejemplo si hoy (no en 1977) el rey une a España y a los españoles, o sólo une a los que quieren tenerlo todo atado y bien atado. ¿Comprende el rey el carácter plurinacional del Estado? ¿Puede ser símbolo de esa realidad cada vez más plural? Podemos y debemos preguntarnos si se sienten representados los ciudadanos por quien en los 70 y 80, desde luego, tuvo su contribución al denominado eufemísticamente “éxito de la transición”, pero desde hace ya bastantes años, según nos vamos enterando (pese al tabú sobre su vida, que debiera ser pública por su status de privilegio), parece dedicar buena parte de su tiempo a ir de la cacería de osos a la de elefantes, golpear a su chófer porque le deja demasiado cerca de manifestantes, frecuentar como parientes a monarcas que violan masivamente los derechos humanos y propagan ideas medievales (eso sí, sentados en petrodólares), emplear a una de sus amigas como comisionista en tareas de Estado para las que nadie la designó, interrumpir groseramente en público a un Jefe de Estado (eso sí, mestizo), o hacer lo mismo con la reina consorte cuando aparecen juntos, étc, etc…Y todo eso mientras el común de los ciudadanos (que no súbditos, ni vasallos) pasan dificultades sin cuento. La respuesta, para muchos de nosotros, es sencilla: no. Al menos, ya no. Ya no nos representa. Ya no nos sirve.
Dejemos de pedir peras al olmo. La monarquía –incluso la parlamentaria- no es compatible con las exigencias de renovación de la democracia que son hoy más agudas que nunca ante las contradicciones que la crisis ha contribuido a airear. Necesitamos cerrar el capítulo de democracias y ciudadanías vigiladas paternalistamente por nuestro propio bien. Somos mayores de edad y no necesitamos creer que los reyes son magos. Ni siquiera son nuestros padres.