Un consenso relativamente amplio en la sociedad española es que tenemos unos políticos muy malos o, por lo menos, muy mejorables. Sin embargo, resulta muy difícil hablar fuera del campo de las intuiciones dado que no disponemos de indicadores objetivos de calidad. Podemos medir su nivel de estudios o su trayectoria, tal y como hacen algunos estudiosos, pero es arriesgado compararlos con los que los que teníamos antes sin riesgo de caer en la falacia de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Por otra parte, los mecanismos operando en las políticas de reclutamiento de los partidos son cajas negras para los científicos sociales. A parte de que hay pocos datos comparables – aunque empieza a haber grandes avances –, los estudios de campo siempre corren el riesgo de afectar al objeto de estudio. Tener un tipo haciendo preguntas y tomando notas en un congreso orgánico, en el que los puñales vuelan de parte a parte, genera no pocas suspicacias.
Presento todo esto para señalar que lo que expondré a continuación es una mera hipótesis y, por lo tanto, merece ser tratada con todas las cautelas. Mi propuesta es partir de que, efectivamente, tenemos un problema de selección de dirigentes que hace que tengamos políticos peores de los que potencialmente podrían serlo. Quitemos por el momento a los votantes de la ecuación y quedémonos solo con las organizaciones.
Como he contado con más detalle en la revista FIVE, si tenemos que pensar en potenciales fuentes de reclutamiento político podríamos estar ante dos vías. Por un lado tenemos gente con carreras profesionales fuera de la política la cual, por compromiso personal, estarían dispuestos a participar en la vida pública. Podrían ser un electricista, un abogado prestigioso, un pequeño comerciante... Por otro lado, tenemos a gente que lleva metida en los partidos desde su más tierna infancia y que está ligada a las burocracias tradicionales del aparato. Estos últimos son perfiles que en general siempre ha vivido por y para la política pero que, en ocasiones, lo hacen compatible con vivir de ella. Como se puede apreciar la fuente de subsistencia de ambos es bien diferente; los dos grupos están en política pero solo el segundo grupo depende enteramente de un cargo orgánico para tener ingresos.
A mi juicio esta diferencia implica que para los de fuera la política tenga un coste de oportunidad mayor. Por un lado, el coste profesional. Aceptar ir en una lista implica desatender tus negocios o afrontar una posible excedencia en tu empresa con retorno incierto. Por el otro, también hay un componente personal, desde el sacrificio de tiempo de ocio hasta el de prestigio – hacer política nunca ha tenido muy buena prensa. Mi idea es que esta diferencia es crucial y hace que los de dentro del partido puedan ganar fácilmente a los de fuera si hay que pelear en la organización por un puesto. Los grupos más ligados al aparato no solo tienen un coste de oportunidad menor, es que en muchos casos se juegan su propia supervivencia económica con el cargo. Por lo tanto, dado que tienen más incentivos y también más experiencia, los ligados al aparato terminarán imponiéndose a los que ven la política como algo transitorio.
Pero además, parece que en España tenemos dos elementos particulares que tendrían un efecto importante en el reclutamiento. El primero es que los partidos funcionan muy apoyados en el rol de cuadros intermedios, pero éstos son elegidos esencialmente desde cúpulas. Un proceso de selección con una base más amplia no asegura necesariamente la calidad de los políticos pero al menos sí una mayor rotación. Sin embargo, parece que en nuestro sistema hay un cortocircuito. Si la base de selección fuera más amplia se volvería improbable que tras abrumadoras derrotas haya partidos que presenten a los mismos candidatos solo por equilibrios internos de poder.
El segundo componente es que, en parte por lo brutal de nuestro mercado de trabajo, hay un colectivo que tiene más facilidades para ocupar puestos en los partidos: los funcionarios. Quizá sacarse unas oposiciones sea la mejor manera de ser político profesional al reducirse el coste de “morir” políticamente y poder ser más osado dentro del partido al no depender del jefe – si no logro reemplazarlo siempre puedo volver a mi plaza en Turespaña. Creo que tener muchos funcionarios metidos a políticos también podría afectar a la calidad de los mismos ya que no solo los haría más corporativos sino también más legalistas; un perfil más orientado a la gestión que a la Política. En suma, más conservadores.
Expuestas estas características en la selección de partidos, supongamos que metemos a los ciudadanos en la ecuación. Quizá el mejor test para saber si tenemos unos buenos políticos sean las elecciones, donde los votantes emiten un veredicto – imperfecto – para hacer rendir cuentas a sus gobernantes. A su vez, se supone que los políticos quieren ganar votos, ya sea para gobernar y aplicar sus programas, para tener peso en el parlamento e influir en las políticas y/o para que se visualice el respaldo político de una idea. Si los partidos políticos pierden elecciones se desprende la que los candidatos o las políticas propuestas/ aplicadas no tienen respaldo. Se hablará de fallos de comunicación pero la democracia va de contar votos y el veredicto es inapelable, así que hay incentivos para el cambio interno. Se espera que tras la correspondiente asunción de responsabilidad una generación nueva tome las riendas, quizá no más competente, pero al menos con caras y modos nuevos.
Sin embargo, cabe la posibilidad de que esto no se de y se entre en una dinámica de “administrador de la miseria”. Si tras una serie de derrotas electorales un partido opta por una renovación limitada - una rotación de cargos y no de fondo - lo más probable es nuevas derrotas. De este modo, a medida se alarga el ciclo el objetivo de la organización puede cambiar. En lugar de perseguirse una victoria electoral, el nuevo objetivo es administrar los pocos cargos de los que se dispone. En paralelo las familias internas acentúan su división ya que la tarta cada vez es más pequeña y tenemos un exceso de comensales. Además, los partidos se agotan, la militancia se da de baja y sus bases son cada vez más reducidas y, por lo tanto, también más fáciles de cooptar por los lideres. Se entra, por lo tanto, en una espiral de sostenido descenso hacia la irrelevancia.
Si se mira a partidos que lleven prolongadas etapas en la oposición – quizá en alguna región que podamos tener en la cabeza – creo que esta lógica podría aplicarse. Divididos en familias y con una cúpula que debe llegar a acuerdos con ellas para frenar el cambio limitan continuamente la renovación que necesitan para ser competitivos. Mientras que las primarias o la cooptación directa del líder podrían hacerles superar esta dinámica, como sugieren algunos politólogos, esta dinámica perversa situación los deja atrapados en un equilibrio sub-optimo. Es evidente que no todos los partidos son igual de proclives a atraparse en esta trampa pero el riesgo parece real. En todo caso mi conjetura es que mientras que las dinámicas internas hacen que tengamos políticos más mediocres y conservadores, su incapacidad para ofrecer un proyecto serio y renovado los lleva de manera indefectible a pegarse de cabeza contra las urnas.
Ante este contexto podría entenderse que muchos ciudadanos, especialmente los jóvenes, estuvieran dando la espalda a implicarse en los partidos. Con la proliferación de nuevos mecanismos participativos se recurre a otros canales, como son los movimientos sociales. Del mismo modo hoy la población está más informada y tiene más educación que antaño, luego también la hace más propensa a participar por diferentes medios y esperar más de sus representantes, lo que es positivo. Ahora bien, dado que los partidos son agentes fundamentales para articular la representación y gestionar el conflicto político, probablemente algunos necesitan pasar por boxes. Y creo que no solo sería importante para los grandes partidos – contundentemente a la baja – sino también para algunos partidos no tan grandes cuyas expectativas electorales siguen siendo – pese al enorme descontento existente y la necesidad de alternativas – relativamente moderadas.