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Los desmanes de la oligarquía financiera

Manuel Puerto Ducet

Exdirectivo de Banif —

Cuando presenté el libro Oligarquía financiera y poder político en España, en 2012, en el añorado programa Singulars, de Televisió de Catalunya, el presentador se sorprendía de que alguien surgido del propio sistema pudiera coincidir en sus diagnósticos con los de un activista anticapitalista. Tenía razón en cuanto a que no es lo habitual, aunque en más de una ocasión haya tenido que hacer de tripas corazón para conjugar deseo, realidad y deformación profesional. Pocas alternativas existen para enfrentarse a un sistema repleto de perversiones: conociendo sus métodos y revirtiendo sus propias armas, o desde el perroflautismo —que si bien ejerce una refrescante función social—, acaba convirtiéndose en una coartada recurrente para quienes tienen como bandera la impunidad y como último recurso el control de las fuerzas de orden público para laminar cualquier discrepancia.

A lo largo de mi actividad académica y profesional he tenido dos mentores que me invitaban continuamente a elevarme hasta el Olimpo de la ética: Emilio Lledó y José Luis Sampedro. En compensación, Fabià Estapé me obligaba a regresar súbitamente a este mondo cane —sin que ello presuponga que el doctor Estapé (como le gustaba que le llamaran) no dispusiera de un acendrado sentido ético.

Durante más de 20 años ejercí primero como subdirector y más tarde como director regional para Cataluña y Baleares de Banif, la entidad decana de banca de inversión y gestión privada. La misma que Emilio Botín, antes de morir, estaba haciendo desaparecer por absorción a fin de diluir sus responsabilidades ante la justicia norteamericana por haber actuado, presuntamente, como franquicia española de Madoff y Lehman Brothers. Obviamente, contando con las complicidades de una justicia española contaminada y con las bendiciones del ministro Luis de Guindos, ex alto ejecutivo de Lehman.

EXPOLIOS

Los indecentes expolios a los que han sido sometidas las clases populares españolas —caso de las participaciones preferentes— han restado protagonismo mediático al expolio de la clase acomodada, que no suele manifestarse con pancartas, pero que ha sido sometida a unos mecanismos de perversión financiera que nada tienen que envidiar a los utilizados para expoliar al pueblo llano, en beneficio ambos de una banca que hace 80 años se está cobrando la factura de haber financiado la que los actuales cachorros del posfranquismo siguen llamando “la guerra de papá”.

El esquema Ponzi (estafa en pirámide) ideado por Madoff estaba supuestamente sustentado por las hedge funds Fairfield Sentry, Kingate y Optimal (esta última del Grupo Santander).

Que Bernie Madoff fuera condenado por la justicia norteamericana a 150 años de cárcel nos puede dar una idea del alcance de esta trama. En España, sin embargo, Emilio Botín —que presuntamente debía de conocer desde hacía tiempo el fraude— pasará a ocupar un lugar de privilegio entre los benefactores de la patria, loado incluso por Podemos, que lo ha excluido sospechosamente de su lista de casta. Paralelamente, los altos ejecutivos del contaminado y contaminante Lehman Brothers se convierten por estos lares en ministros de Economía y nadie parece escandalizarse por ello.

Son muchos los que conocen este tipo de prácticas —y de otras que con toda seguridad se estarán gestando en estos momentos—, pero muy pocos se atreven a denunciarlas por muy diversas razones (la mitad del salario de los ejecutivos de cuentas no se corresponde con su cualificación profesional, sino con el plus de confidencialidad y lealtad corporativa). Si las oligarquías ya son de por sí poderosas e influyentes allí donde estén constituidas, no es difícil imaginar hasta dónde puede llegar su larga mano en un Estado en el que la división de poderes puede ser en ocasiones un puro formalismo, al amparo de una Constitución que sufrió las influencias del anterior régimen fascista.

Casi nadie habla hoy de las estafas de Madoff, Lehman Brothers o Banif Inmobiliario. Los escándalos encadenados y sin solución de continuidad provocan que en el imaginario colectivo sólo quede grabada la última fechoría; las anteriores quedan enterradas en la ciénaga del olvido y engullidas al cabo de los años por los defectos de forma y las prescripciones con tufillo prevaricador.

Se agolpan en mi mente tal cúmulo de actuaciones arbitrarias (para expresarlo de una forma suave), que no sé muy bien con cuál obsequiarles. ¿Les parece bien que lo haga con el papel del Estado como promotor de dinero negro?

Este apartado requiere de un preámbulo que puede hacer chirriar algunos corazones todavía trastornados por la porosidad de las puertas giratorias y el simbolismo de alguno de sus beneficiarios: la socialdemocracia jamás se ha ejercido en España. Sólo existió en Europa desde mediados de la década de 1950 hasta principios de la década de 1980 al amparo del plan Marshall.

Mientras eso sucedía, el PSOE era marxista y cuando llegó al poder —con la caducada etiqueta socialdemócrata—, las multinacionales, la economía virtual y la escuela de Chicago habían tomado ya el relevo a la política. Entonces fue instaurado el neoliberalismo como tótem, exigiendo a los gobiernos de turno total sumisión a sus preceptos y aprovechándose —en el caso de España— de las ideologías de nuevo cuño. ¡Y vaya si se sometieron! Con la moral y las buenas costumbres podían hacer de su capa un sayo, pero las directrices económicas y geoestratégicas en ningún momento fueron negociables.

¿Recuerdan la reconversión industrial que se llevó a cabo en España tras la muerte del dictador y que se prolongó hasta finales de la década de 1980? ¿Cómo se financió todo aquello en un momento de crisis galopante? La respuesta es bien sencilla: con dinero negro.

VISTA GORDA

El Gobierno de Felipe González y Alfonso Guerra —aleccionado adecuadamente por los que en ningún momento han dejado de mandar— emitió pagarés del Tesoro con la intención de utilizar el dinero negro presente en el sistema para financiar una operación tan ingente como era la reconversión industrial de una potencia del tamaño de España. En teoría, eran documentos endosables, pero nadie los endosaba y el Gobierno hacía la vista gorda en estrecha colaboración con una banca que actuaba de intermediaria. Los activos pasaban de mano en mano como si fueran billetes.

Como agradecimiento a los servicios prestados por una banca que seguía manteniendo su tufillo franquista, el Gobierno le permitió emitir unos activos llamados AFRO (Activos Financieros con Retención en Origen), que a cambio de tener una retención en la fuente del 55% escapaban absolutamente del control de Hacienda. A éstos le siguieron otros instrumentos opacos, tales como las primas únicas (emitidas por las compañías de seguros de cada grupo bancario), las letras avaladas y las cesiones de crédito, en las que se vio implicado una vez más Emilio Botín, quien al amparo de la justicia quiso continuar con la fiesta cuando Carlos Solchaga había decidido darla por concluida, en 1991.

Son episodios que suelen quedar enterrados en las ciénagas del olvido. Y si no los rescatamos de este olvido, nunca entenderemos lo que nos está pasando ahora.

[Este artículo pertenece a la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

Cuando presenté el libro Oligarquía financiera y poder político en España, en 2012, en el añorado programa Singulars, de Televisió de Catalunya, el presentador se sorprendía de que alguien surgido del propio sistema pudiera coincidir en sus diagnósticos con los de un activista anticapitalista. Tenía razón en cuanto a que no es lo habitual, aunque en más de una ocasión haya tenido que hacer de tripas corazón para conjugar deseo, realidad y deformación profesional. Pocas alternativas existen para enfrentarse a un sistema repleto de perversiones: conociendo sus métodos y revirtiendo sus propias armas, o desde el perroflautismo —que si bien ejerce una refrescante función social—, acaba convirtiéndose en una coartada recurrente para quienes tienen como bandera la impunidad y como último recurso el control de las fuerzas de orden público para laminar cualquier discrepancia.

A lo largo de mi actividad académica y profesional he tenido dos mentores que me invitaban continuamente a elevarme hasta el Olimpo de la ética: Emilio Lledó y José Luis Sampedro. En compensación, Fabià Estapé me obligaba a regresar súbitamente a este mondo cane —sin que ello presuponga que el doctor Estapé (como le gustaba que le llamaran) no dispusiera de un acendrado sentido ético.