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La publicidad que nos engorda
La pandemia del siglo XXI, así se refirió la Organización Mundial de la Salud (OMS) a la obesidad en los albores del nuevo milenio, tras constatar que había alcanzado proporciones epidémicas en todo el mundo. Más allá del debate sobre si debe o no ser considerada una enfermedad en sí misma —la hipertensión arterial no lo es y provoca más muertes y discapacidad que cualquier patología—, nadie cuestiona que la obesidad es uno de los problemas de salud más importantes de la sociedad moderna.
Primero, porque aumenta el riesgo de artrosis, apnea obstructiva del sueño, diabetes, patologías cardiovasculares y hasta 13 tipos de cáncer, con una reducción de la esperanza de vida de 3 a 10 años. Segundo, por los trastornos psicosociales que provoca, como baja autoestima, que puede acabar en depresión, y discriminación social, especialmente acusada en el ámbito laboral. Y tercero, por el sobrecoste en la asistencia sanitaria de los pacientes con exceso de peso, que supuso 1.950 millones de euros en 2016, el 2% del presupuesto del Sistema Nacional de Salud, e indirectos, por incapacidad laboral, temporal o permanente, y bajos niveles de productividad en el trabajo, que supondrían otro 2% del presupuesto sanitario. Detrás del eslabón final de la epidemia de obesidad —el consumo generalizado de bebidas azucaradas y alimentos ultraprocesados —hay un complejo entramado de factores —ambientes físico, económico-productivo y cultural— que actúan a distintos niveles interaccionando con las vulnerabilidades de las personas de tipo biológico, psicológico y social. El incremento vertiginoso de las cifras de obesidad experimentado en las últimas décadas del siglo XX no puede atribuirse a causas genéticas, que actúan de forma paulatina, ni a una pérdida repentina de la fuerza de voluntad para controlar el apetito de forma simultánea en millones de personas de todas las edades, culturas, países y clases, aunque el fenómeno se haya dado con más intensidad en unos grupos que en otros.
¿Cómo explicar entonces la explosión de obesidad en todo el mundo? La respuesta la encontramos en las modificaciones introducidas en el sistema alimentario global en torno a la década de 1970, justo antes del cambio de tendencia de las cifras de obesidad. El detonante fue un giro importante en el sistema de producción y procesamiento de alimentos y bebidas, inicialmente en los países ricos, cuyo resultado fue la salida al mercado de una amplia gama de productos muy agradables al paladar, de elevada densidad energética, disponibles a bajo precio en cualquier lugar y momento del día o de la noche. Desde entonces, para promocionar su consumo se recurre a la publicidad, mediante campañas de marketing intensivas y sofisticadas, con técnicas a menudo fraudulentas, difundidas por todos los medios, convirtiéndose en el catalizador de la epidemia. Con la globalización del mercado alimentario, esta combinación letal se extendió pronto por todo el mundo, y con ella la epidemia de obesidad, como si de una infección viral se tratara.
Objetivo comercial
La influencia de la publicidad es más dañina en la infancia y la adolescencia, por tratarse de una población vulnerable. Los menores de 12 años no son conscientes del objetivo comercial del marketing ni de su intención persuasiva y tienen dificultades para identificar la publicidad por Internet. Además, los hábitos alimentarios adquiridos en la infancia son muy difíciles de modificar en épocas posteriores. La publicidad ejerce un efecto inmediato inductor de la ingesta, independiente de la sensación de hambre, y una influencia duradera en las preferencias alimentarias, los hábitos de compra y los patrones de consumo alimentario. Pero la publicidad también influye en los adultos, con frecuencia mediante técnicas engañosas, como el marketing nutricional, que inducen a los padres a elegir productos hipercalóricos y pobres en nutrientes pensando erróneamente que son saludables.
Conscientes de sus efectos perniciosos, los 192 Estados miembros de la Organización Mundial de la Salud (OMS) suscribieron en 2010 la resolución WHA63.14, con el objetivo de restringir la publicidad alimentaria dirigida a la población infantil y adolescente. A tal efecto, la OMS publicó un conjunto de recomendaciones para controlar la publicidad mediante regulación en los países y colaboración internacional para evitar el salto de fronteras. Una evaluación en los 53 países de la Región Europea de la OMS muestra que los progresos son escasos y aislados. El 46% de ellos no han hecho nada para limitar la publicidad. Del 54% restante, con contadas excepciones, como Noruega, Suecia y Reino Unido, la mayoría han optado por mecanismos de autorregulación, pese a que estos han sido cuestionados por organizaciones profesionales, científicas y de la sociedad civil por su ineficacia. Estos sistemas, amén de ser voluntarios, con frecuencia presentan las siguientes carencias:
—Regulan solo la publicidad por televisión, pese a la importancia creciente de otros medios, como Internet, videojuegos, cine, envasado, patrocinios y ganchos comerciales (descuentos, regalos, concursos, juguetes, coleccionables).
—Limitan su ámbito de actuación a los horarios y programas infantiles, dejando fuera de su alcance anuncios insertos en programas de tipo familiar o generalista y técnicas, como el emplazamiento de producto, a las que también están expuestos los menores.
—No controlan la publicidad dirigida a los mayores de 12 años, haciendo caso omiso de la Convención de Derechos del Niño, que insta a proteger el derecho de los menores de 18 años a los mejores estándares de salud posibles.
—Permiten la publicidad de cualquier alimento o bebida, independientemente de su calidad nutricional.
El caso español
España es uno de los países que ha optado por la autorregulación, mediante el denominado Código PAOS de la publicidad alimentaria dirigida a menores, que es inservible por su propia naturaleza, ya que adolece de todas las carencias mencionadas. Su implantación no ha servido para que se dejen de utilizar técnicas de publicidad engañosa, que se saltan sus propias normas y las del ordenamiento legal español. Además, el propio código contraviene la Ley de Seguridad Alimentaria y Nutrición al restringir su aplicación a menores de 12 años en medios audiovisuales e impresos, en lugar de los 15 años que estipula la ley.
Al contrario que los sistemas de autorregulación, la regulación estatal de la publicidad alimentaria no solo es eficaz, sino que se trata de una política con impacto económico positivo, pues el ahorro derivado en gastos sanitarios supera con creces los escasos costes de su implementación. Además, es una estrategia mínimamente intrusiva, que promueve ambientes saludables, beneficia a una población vulnerable, reduce desigualdades sociales en salud, aumenta la libertad de elección de los padres y cuenta con el apoyo de científicos, profesionales de la salud y sociedad civil. Aun así, la poderosa influencia del lobby feroz impide que contemos con una regulación eficaz en España, uno de los países europeos con mayor prevalencia de obesidad infantil. Las agencias de publicidad y la Federación de Industrias de la Alimentación y Bebidas han presionado a los sucesivos gobiernos para mantener un sistema de autorregulación ineficaz, que responde únicamente a sus intereses privados, anteponiendo el beneficio económico de unos pocos a los derechos a la protección de la salud y el libre desarrollo de la personalidad de los menores españoles, en un caso paradigmático de captura corporativa de las políticas de salud pública.
En vista de lo anterior, la Alianza por la Salud Alimentaria, que integra sociedades científicas con organizaciones de la sociedad civil, ha publicado un manifiesto en el que demanda al Gobierno un sistema de regulación, con rango legal apropiado, que proteja a los menores del impacto pernicioso de la publicidad de alimentos y bebidas no saludables, aplicando el perfil nutricional de la región europea de la OMS, diseñado para este fin. El manifiesto puede consultarse en la página web de la campaña Defiéndeme, por la eliminación de la publicidad de alimentos malos para la salud de los niños. No hay justificación ni excusa que valga para dejar desprotegidos a nuestros menores ni un solo día más.
[Este artículo forma parte de un dossier dedicado a los costes de la obesidad publicado en el número 66 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
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