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La muerte invisible de Mohamed en el corazón de los invernaderos de Almería

Mohamed Amzahou, en una visita al Mini Hollywood pocas semanas antes de su muerte.

Antonio Morente

Almería —

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Mohamed Amzahou era parte de lo que llaman el milagro agrícola de Almería. Él estaba a lo suyo, que bastante tenía con el día a día, pero su trabajo –y el de miles como él– es un pilar básico en el mar de plásticos que factura frutas y hortalizas a toda Europa. Este joven marroquí de 22 años planeaba tirar para Bilbao, y llevaba siete meses en España con la mente puesta en los tres años que hacen falta para solicitar el arraigo que abre la puerta a un permiso de residencia. Nunca los cumplirá, porque Mohamed murió arrollado por un coche a mediados de agosto. Una colecta entre sus compañeros en el asentamiento de temporeros de El Hoyo, en el término municipal de Níjar, permitió enviarle el cuerpo a su madre. Hoy su chabola sigue en pie, porque vivía con su primo y un amigo y porque aquí no se desaprovecha nada, en cuanto hay un hueco es ocupado por alguien.

La historia de Mohamed adquiere hoy forma de relato porque alguien no quiso que cayera en el olvido como tantas otras. “Se merece que su nombre se sepa y que se cuente en algún sitio cómo esta provincia se enriquece a costa de chicos como él, de su terrible soledad y de su muerte callada”, apuntaba el mensaje que remitió a elDiario.es Lourdes, que prefiere figurar sin apellidos. Voluntaria de Cruz Roja, cuenta a este periódico que Mohamed asistía a las clases de español que da en los asentamientos, un “buen alumno, un chico encantador, muy alegre, siempre dispuesto y servicial”.

De su muerte se enteró atendiendo a un grupo de migrantes que había llegado en patera a la costa almeriense. Una compañera de Cruz Roja –“me lo quería decir personalmente, porque sabía que me iba a afectar”– le contó lo que salió en los periódicos: un coche le atropelló cuando iba con su bicicleta, ya oscurecido. Las informaciones no entraron en mayores detalles, sólo que la conductora del vehículo llevaba puesto el cinturón de seguridad y que el fallecido iba sin casco ni prendas reflectantes. Y aquello fue como la gota que colmó el vaso y la animó a escribir su mensaje, dolida por una muerte invisible, sin dejar ningún rastro tras de sí.

Compañeros en El Hoyo

Mohamed era bereber, y llegó a España en patera desde Argelia. Era el tercero de cuatro hermanos, dos chicos y dos chicas, y tras siete meses en Almería había hecho planes para irse a Bilbao con otro compatriota que acababa de llegar, el mismo que le llamó para dar una vuelta aquel día de agosto en el que cogió por última vez su bicicleta. Al relatarles la historia a Lourdes, sus compañeros en El Hoyo insisten en que Mohamed no iba pedaleando sino que en realidad iba con otros dos jóvenes andando por el arcén, “esto parece que les preocupa mucho, para ellos es importante que era un peatón para que no digan que no llevaba elementos reflectantes en su bici”.

Los asentamientos de temporeros son un elemento más del paisaje agrícola de Almería, un fenómeno que en Andalucía sólo tiene equivalente en Huelva. “Les interesa estar al lado de los plásticos porque se mueven andando o como mucho en bicicleta”, relata Lourdes, una mano de obra “joven, fuerte y muy barata” porque, subraya, “la mayoría no tiene contrato, pero ellos te dicen que aquí les pagan a cinco euros la hora y que en Marruecos sólo les dan un euro”. Sin pertenencias salvo el omnipresente móvil, envían a casa casi todo lo que ganan y malviven en chabolas hechas con palés y plásticos, “están en un submundo” y de ahí el darles nociones de español, porque “casi nunca salen y no se relacionan”.

Hasta 6.000 temporeros en Almería

El Hoyo es un asentamiento ubicado en El Barranquete, una pedanía de Níjar, el epicentro almeriense de estos campamentos efímeros. El municipio cuenta con un censo oficial de 31.816 habitantes, de los que la mitad (15.013) son extranjeros, sobre todo marroquíes (10.160), eso contando a los empadronados porque si se suma a los que no tienen papeles, la cifra se dispara. “En la provincia de Almería atendemos un centenar de asentamientos, con entre 5.000 y 6.000 usuarios en función de la época del año”, detalla Francisco Vicente, coordinador provincial de Cruz Roja. La gran mayoría de estos campos de chabolas están en el Campo de Níjar, en los que se desarrolla una atención humanitaria que consiste sobre todo en el reparto de elementos básicos (comida, bebida, productos de higiene...), aunque también se procura darles formación y alternativas de ocio en unos enclaves en los que “la rotación es muy alta, van cambiando mucho tanto de provincia como de asentamiento”.

En El Hoyo son casi todos marroquíes, al igual que hay otros campamentos de chabolas en los que abundan más los subsaharianos. Aquí la rotación también es alta y una cara sustituye rápidamente a otra, pero a Mohamed se le echa de menos porque era uno más, sí, pero a la vez tampoco lo era: se defendía en inglés y francés, y hacía progresos rápidos en su español, por lo que en este microcosmos en el que la mayoría sólo habla árabe no eran pocos los que se dirigían a él para pedir ayuda con los papeles o cualquier otra necesidad.

“En clase era un alumno de los buenos”, recuerda Lourdes, y en su asentamiento “ayudaba mucho”. “Era un chico optimista y que se sentía querido”, y así lo reflejó en el cuestionario del Proyecto Crece con el que Cruz Roja intenta detectar casos graves de soledad no deseada. “Siempre”, respondía a la pregunta de si se sentía querido, y aunque a veces se sentía solo y triste, también consideraba que había personas que se preocupaban por él. En contraste, en los asentamientos “hay muchos problemas de depresión y ansiedad provocados por la soledad”, apunta Margarita Veiga, responsable del Programa de Inmigrantes de Cruz Roja en Almería.

Contexto muy vulnerable

“Viven en un mundo paralelo”, continúa, con una habitual sensación de aislamiento propiciada por factores como el idioma o la falta de documentación que les hace esconderse, lo que les lleva a relacionarse sólo entre ellos. “Son la mano de obra del campo pero no pueden participar de forma activa en la sociedad”, hasta el punto de que “no constan” en las estadísticas oficiales y malviven “en un contexto muy vulnerable a nivel social y físico”, con chabolas expuestas a incendios, inundaciones, calor extremo, plagas...

La mayoría de estos temporeros tienen entre 18 y 45 años, y cuando llegan a uno de estos asentamientos lo asumen como algo temporal, “pero hay personas que cronifican su situación”, advierte Veiga, porque por ejemplo durante mucho tiempo no pueden optar a programas de empleo o formación. “La búsqueda de soluciones es muy complicada”, admite, porque su presencia “se ha normalizado y forma parte del paisaje, esto ya es un problema crónico” en el que el principal soporte lo ofrece el tejido asociativo por delante incluso de las administraciones.

“No tenemos ninguna conciencia de su situación”, lamenta Lourdes, que incide en que “una cosa es hablar de inmigración y otra estar frente a frente con ellos: ves que no tienen nada y que sienten una soledad inmensa”. “Son muy agradecidos”, coincide Margarita Veiga, que subraya que “hablas con ellos y son personas muy alegres”. Como, dicen todos, era Mohamed Amzahou, aquel chico de 22 años al que un día de agosto atropelló un coche, uno más de tantos jóvenes anónimos que trasiegan entre invernaderos pero por cuyo recuerdo hubo alguien que luchó para que su historia, al menos, no tuviera un punto final invisible.

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