María Pagés se lleva de calle a Sevilla con su reinvención del mito de Carmen
Si con las bombas que tiran los fanfarrones, se hacen las gaditanas tirabuzones… Con cuatro trapos cosidos se hace María Pagés bellos mantones. Sí, es tan sólo una de la sucesión de bellísimas estampas, de una plasticidad casi fílmica, de 'Yo, Carmen', la nueva apuesta coreográfica de la sevillana: cuatro paños de cocina, asidos entre ellos con rudos pellizcos en sus extremos, que se convierten en los brazos de María Pagés en un mantón de manila movido con una perfección técnica a la que no consigue nunca restarle un ápice de emoción.
Hace años que la compañía de la bailaora sevillana María Pagés se convirtió en una de las citas imprescindibles de la Bienal de Flamenco de Sevilla. La noche del miércoles, el público que abarrotó el Teatro de la Maestranza de Sevilla la confirmó, una vez más, como la apuesta más firme de este festival –el más importante del mundo en su género-, de más alta calidad escénica, renovadora de la danza flamenca y cuyas aspiraciones y ambición han hecho del baile y el cante jondo un hecho universal.
En María Pagés se cumple una paradoja, se hace realidad una contradicción: que el flamenco, que brilla a veces desde la imperfección, desde lo improvisado…; el flamenco que a veces tiene que esperar a que aparezca un duende, contiene la misma emoción, pellizca el alma igual y duele del mismo modo cuando se ejecuta con la más absoluta perfección: desde el diseño de luces, al dominio y la dirección del espacio escénico, la ejecución sincronizada de un cuerpo de baile superlativo y, por si fuera poco, un mensaje de libertad, comprometido y feminista de indudable altura poética e intelectual.
Una mujer 'normal'
Y es que 'Yo, Carmen' no es una versión flamenca más del mito de Merimée. En el 'Yo, Carmen' de María Pagés están contenidas todas las mujeres, las de antes y las rabiosamente contemporáneas: la madre, la maestra, la profesional, la ama de casa…, enfocadas, además, desde una sensibilidad femenina, y no desde la versión trasnochada y masculinizada que ha pasado a la historia de los textos y libretos del XIX. Quizás por eso emociona tanto, porque la inconfundible estética que hacen grandes los espectáculos de María Pagés tienen aquí un plus de verdad: la de la propia artista revelándose como una mujer normal.
Y lo consigue con un nivel de flamencura mucho más elevado que en sus anteriores montajes, donde siempre se acerca a otras músicas, a otras disciplinas. Aquí no, aquí baila por tonás, se marca unas alegrías rematadas por tanguillos con una gracia exquisita, se deleita en unas malagueñas y finiquita, no podía ser de otro modo, por soleá. Quizás hayamos visto ya la mayoría de sus juegos visuales, de sus coreografías, pero qué más da si el 'reciclaje' se hace desde estos estándares de calidad.
Mensaje de igualdad
Su braceo infinito, sus estéticos escorzos, sus exquisitas bailaoras, todo funciona como un reloj suizo en esta carta emocionada dirigida a todas las mujeres que estábamos sentadas en el patio de butacas. También a los hombres, a los que envía un mensaje de igualdad. Y de fondo, la belleza del baile flamenco, con mantón, pero también con palillos, con abanico, con bata de cola… La belleza también del dominio del juego de luces, que evocaban en algunas estampas a los trabajos de Vittorio Storaro, uno de los directores de fotografía más importantes del cine europeo; y la belleza, finalmente, de la palabra, en una sucesión de textos poéticos escritos por mujeres y recitados en su lengua original en uno de los momentos más plásticos de la primera mitad del espectáculo.
La elegancia, la calidad, el gozo que se desprende en 'Yo, Carmen' fue correspondido por un público rabioso de júbilo, que contempló a una María Pagés especialmente relajada en esta ocasión, cómoda como en casa, agradeciendo los aplausos dando una 'pataíta' emocionada desde el proscenio. Una María Pagés que, en esta ocasión más que nunca, dejaba de ser la artista incuestionable, para emocionarse, ella también, como una mujer normal.
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