“La ciudad crece sin perder su encanto y su gracia. El aire, el sol, la luz de Sevilla exigen un tipo de construcción alegre y moderna que guarde las proporciones justas de unas formas urbanas presididas por la mesura y el buen gusto.” La inconfundible voz de pito del locutor del NO-DO introducía de esta manera las imágenes de la inauguración del sevillano Polígono de San Pablo por parte del general Franco en el año 1967. El tipo del bigote -que mandó con mano férrea en España durante décadas- estaba ya visiblemente 'cascao’ durante las “jornadas andaluzas” que tuvieron lugar aquella primavera, pero su voluntad de inaugurar barrios y pantanos se mantenía inquebrantable.
En realidad, el hecho de que el Polígono de San Pablo se subdivida a su vez en pequeños núcleos cuyos nombres responden a las primeras letras del abecedario no es una mera curiosidad, si no que da una idea de la urgencia con que se hizo la planificación urbana de una Sevilla que, durante la etapa desarrollista del franquismo, era una y otra vez vapuleada por las riadas y estaba necesitada de gran cantidad de nueva vivienda para recibir la migración del campo andaluz.
En la pieza del noticiario, ancianas de riguroso luto y gentes de otra época saludaban con fervor al caudillo desde sus balcones engalanados. Él iba entregando a algunos afortunados, dando la sensación de no estar enterándose muy bien de la película, los documentos que les acreditaban como propietarios de las viviendas en bloques de cinco alturas (bajo incluido y sin ascensor) que constituían -y constituyen hoy- el grueso de la por entonces nueva barriada.
Aquí vive gente
Las calles de San Pablo, que abandonaba este año el triste ránking de los barrios más pobres de España, están siempre decoradas con la ropa tendida que da color a sus fachadas grises y blancas, e invadidas también de un intenso olor a puchero que llega hasta el tuétano -y que puede resultar incluso emocionante- siendo sinónimo de vida cuando uno ha pasado demasiado tiempo en la ciudad secuestrada por las tiendas de yogur helado que se encuentran al otro lado de las vías del tren.
“Aquí vive gente”, pienso, y me hace ilusión, en contraste, quizás, con el decorado western donde la gente ya no puede vivir. Confieso que de cuando en cuando cotilleo un poco al recorrer San Pablo, intentando no ser visto, quizás con vocación más vampírica que periodística, tratando de adivinar las vidas de su gente: lo que habrán preparado para comer hoy, en qué trabajarán, si habrán recibido por fin la anhelada visita de sus nietos, si estarán pasando miedo, si habrán llegado a fin de mes. Y de la misma manera me respondo de forma a veces triste y a veces alegre, reconfortante o enternecedora.
Me asomo a las plazas de San Pablo para ver la realidad más allá del decorado en que se ha convertido el centro de la ciudad. Me asomo porque para entender Sevilla y los problemas de Sevilla y de las clases populares de Sevilla -y de Andalucía- no puede uno quedarse en el centro, en los restaurantes de paella y en las tiendas de souvenirs donde se mecen tristes al viento trajecitos de flamenca y camisetas de Messi.
Me asomo a San Pablo porque para enterarse de qué va la vida en Andalucía uno tiene que ir a los barrios, ver a su gente, hablar con ella, esperar las colas con ella, ver la tele con ella, hurgar en el monedero con ella, cocinar con ella, ir al banco con ella, conocer sus alegrías, sus sueños y las arrugas de su piel, y sentir con ella los dolores de su espalda de currante y las penas que habitan en su corazón.
En fin, así es el Polígono de San Pablo. Un barrio de edificios cuadrados que desprende un calor embriagador. Que irradia potencia y verdad, fuerza y dinamismo. También falta de recursos. También sencillez. También superación y supervivencia. La historia de San Pablo es también la historia de Sevilla, de Andalucía y de España.
Que vuelva a oler a puchero
Los días que estoy más animado me alejo del Polígono para adentrarme más en la ciudad. Errático paseante, un sentimiento cálido eriza mis vellos al descender pedaleando desde la barriada de Los Pajaritos hasta la plaza de La Alfalfa como hicieran, quiero pensar, los judíos, almorávides, almohades y cristianos que como yo recorrieron, aunque puede que no en bicicleta, la sinuosa pero mágica línea de la vida de Sevilla. Un trazado que, dicen algunos, podría corresponder en su tramo final al decumano máximo de la ciudad romana, convertido hoy en imprescindible arteria urbana.
Pensándolo bien, puede que fueran los vikingos, que vinieron a saquear lo que se les puso por delante, los que menos hayan aportado a la construcción de Sevilla: una historia de gloria y miserias que ha generado un escenario irrepetible hoy degradado hasta el holograma de sí mismo. Porque, no lo duden, ahora es un escenario. Es una proyección. Es de plástico.
Un enemigo silencioso parece haber conquistado la Sevilla de intramuros y esta vez no podemos culpar a los vikingos. Quizás sí a las multinacionales, quizás sí a los fondos buitre extranjeros, quizás sí a la fiebre de ganar pasta y más pasta por alquilar un apartamento de 40 m2 sin hacer ni el huevo y vivir de las rentas, quizás a nosotros mismos que la hemos dejado desvanecerse poco a poco comprando en supermercados y no en fruterías.
Sin embargo, prefiero pensar que Sevilla no está muerta, pero sí secuestrada y su alma pendiendo de un hilo. Mi esperanza, no queda otra, es que la recuperaremos. Que volveremos a habitarla y a vivirla. Que volverá a ser nuestra. Que volverá a ser de verdad. Pero nada de eso será posible si el turismo masivo de los vuelos baratos sigue siendo la respuesta para todo. En ello nos va la identidad de Sevilla y la nuestra propia. El remedio contra la dependencia del turismo no pueden ser más Starbucks y más tiendas de imanes. Igual tenemos que comprar menos en las grandes superficies y confiar más en nuestros proveedores locales. Igual hay que evitar que los fondos de capital extranjero se adueñen del turismo, o limitar aún más el número de pisos para alquiler vacacional. El turismo no es malo, Sevilla y Andalucía siempre han sido acogedoras con el visitante, pero hay que detener esta locura y buscar otras salidas. Y lo haremos con una convicción vecinal pero necesariamente también política: este camino solo genera más dependencia, más empleo basura para gente que no podrá pagar un alquiler razonable, más subsidiariedad y más pérdida de autenticidad. Tenemos que ponernos las pilas para que no haya ni un inquilino más sustituido por turistas.
Hace 50 años, San Pablo nació como un barrio proyectado con escuadra y cartabón que contrastaba con un centro histórico donde reina la improvisación urbanística. Hoy, el centro parece de cartón piedra y San Pablo es genuino, vehemente y rebosa vida por los cuatro 'costaos’. A lo mejor no necesitamos más tiendas de yogur helado. Y sí necesitamos que vuelva a oler a puchero.
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