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Solo siente el que se va

Manuel F. Tirado

14 de marzo de 2024 20:23 h

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Miro ahora, mientras escribo, la maleta que descansa sobre el armario, esperando a bajar en unas semanas para emprender de nuevo su camino. Una maleta que hace cuatro años se me hacía pequeña, pensando en qué meter y qué no, sin saber cuántas veces más tendría que hacerla de nuevo desde aquel momento. Hace cuatro años que un chaval salía de casa a buscar lo que quería, arrastrando sus bártulos por la estación Málaga-María Zambrano. Y mientras intentaba que aquel prodigio de arquitectura civil y economización del espacio denominado «equipaje» no se desmoronara, pensaba en lo irónico que siempre me había parecido que una estación de tren tuviese el nombre de una exiliada.

Mi abuela se había despedido de mí trazando con sus dedos una cruz en mi espalda. Un gesto que más tarde descubrí ritual y antiguo, y que se me pegó a los huesos como la misma cal.

Esta cruz no es una cruz más grande que cualquiera. Hay otro millón trescientos mil andaluces que la llevan como yo—sin contar los que piensan en tomarla, por una razón o por otra—. Cada uno tiene sus mil motivos para marcharse, igual que tiene otros mil para quedarse. Lo cierto es que, una vez ese tren supera el horizonte de sucesos de ese agujero negro al que llaman Despeñaperros, solo algo tan improbable como alcanzar la velocidad de la luz los haría volver. Estimado Ortega, de qué poco nos sirve la «tierra regalada» si tenemos que abandonarla para vivir delante de una maleta abierta.

Qué caprichosa la geografía: nos obliga a 'bajar a Andalucía' como si no la tuviéramos a nuestra altura, siempre en el punto de mira, o, incluso, más alta, sobrevolando nuestros sueños

Nadie elige el lugar en el que nace, tampoco aquello con lo que sueña. Maldito el momento en que soñamos, en la siesta de las aspiraciones, con un futuro que quedaba lejos de las raíces de nuestro Sur. Me niego a pensar que hay algo en esta ciudad que no podría existir en mi pueblo. Me niego a asumir que cuando paseo por estas calles no busco algo de lo que se quedó «allí abajo». Qué caprichosa la geografía: nos obliga a «bajar a Andalucía» como si no la tuviéramos a nuestra altura, siempre en el punto de mira, o, incluso, más alta, sobrevolando nuestros sueños.

Mientras unos piensan en lo idílico que sería volver, los que se quedan sueñan con irse antes de que terminen de echarlos por completo. Me entristece pensar que puede que llegue el día, no muy lejano, en que Andalucía sea solo una idea, un recuerdo en la mente de los que se fueron, un espejismo del que solo quede el nombre y un eslogan turístico en idioma extranjero. Que el Sur solo sea la Ítaca que sueña Ulises, inmutable ante el tiempo y las malas decisiones. Aún me sorprende darme cuenta de que no se paraliza todo cuando me siento en el vagón. Cuando me voy, los pájaros se quedan cantando.

Andalucía me atraviesa irremediablemente y yo abro los brazos y me río, porque las hojas de los olivos me hacen cosquillas en la espalda

En ese tren, que me sube y me baja a su antojo, siento que no soy tan andaluz porque estoy lejos. Pero tampoco soy de esta ciudad, por mucho tiempo que pueda haber pasado en ella. La solución sería tan fácil como volver y terminar con la crisis de identidad, pero me dejé en mi pueblo un molde de mí en el que ya no encajo, y no puedo mutilarme para entrar en él. Recuerdo los versos de Antonio Gala, que tantas veces leí sin entender, escritos en la pared del teatro de mi infancia:

Volar sin mí, imposible te sería,

porque soy tu pretexto de alegría

y la condena de que aquí te quedes.

Ahora que vuelo sin ti, ahora que mi pretexto es otro, no sé quién soy. Porque no anhelo el barroquismo sacro, la copla canalla, el compás palpitante, el brinco del salitre, el pegajoso albero o el ceceo chivato. Si ser andaluz fuera tan solo eso, me aferraría a ese clavo ardiendo como el que se agarra al brazo amigo cuando se mete en la bulla.

Me miro en el espejo, mientras pienso en cómo voy a hacer que se entienda lo que estoy pensando, y estiro con los dedos mis tirabuzones de cristo barroco. «¿A quién se le ocurre?». Y entonces lo entiendo: lo que soy es el sustrato de todo eso. Haber mamado del Sur hasta el punto de repiquetear los nudillos contra la mesa, decir «bulla» en vez de «gentío» o pensar en un cristo cuando me veo estos pelos. Andalucía me atraviesa irremediablemente y yo abro los brazos y me río, porque las hojas de los olivos me hacen cosquillas en la espalda. 

Ojalá Andalucía pudiera irse allá donde estuvieran sus sueños para que los suyos no tuvieran que dejarla nunca en busca de ilusiones

Cuando era más pequeño, cuando me explicaron por primera vez la historia de Moisés y la importancia de Pablo Picasso, mis padres me llevaron un fin de semana a Madrid. En ese viaje en coche, cuando la señal de la radio se perdía entre las montañas, poníamos un disco recopilatorio de Ecos del Rocío. Era el único disco que teníamos en el coche. Nunca supe de dónde salió, aunque recuerdo que entre sus temas había unas sevillanas que decían:

Solo siente el que se va,

que lo que más ha «querío»

no se lo puede llevar.

Ojalá pudiera meter mi tierra en una maleta y arrastrarla hasta un lugar donde pudiera empezar de nuevo, donde la cuidaran, donde la valoraran como se merece, donde no maltrataran su patrimonio cultural, su sistema de salud, sus parques naturales… ni tampoco a sus hijos. Ojalá Andalucía pudiera irse allá donde estuvieran sus sueños para que los suyos no tuvieran que dejarla nunca en busca de ilusiones.

Pero Andalucía se queda con nosotros, porque yo elegí meterla en mi maleta hace cuatro años y la paseo para arriba y para abajo cada vez que puedo. Y como yo, un millón trescientos mil andaluces la llevan pegada a la piel como la misma cal. Ya sea en la retórica de un tirabuzón, en el fondo de pantalla del móvil, en unos nudillos contra la mesa, en el uso desenfadado del emoticono de la bandera nigeriana, en un sobre de voto por correo o en la pantalla de inicio de YouTube.

Y mientras vaya con nosotros, tocará luchar por ella, tocará protestar y quejarse, tocará apoyar y apoyarse. Tendremos que agarrarnos del brazo amigo y meternos a empujones en la bulla con la esperanza de que los que vengan detrás puedan quedarse en un Sur al que no tengan que regresar nunca. Jamás lo dejaron.

Miro ahora, mientras escribo, la maleta que descansa sobre el armario, esperando a bajar en unas semanas para emprender de nuevo su camino. Una maleta que hace cuatro años se me hacía pequeña, pensando en qué meter y qué no, sin saber cuántas veces más tendría que hacerla de nuevo desde aquel momento. Hace cuatro años que un chaval salía de casa a buscar lo que quería, arrastrando sus bártulos por la estación Málaga-María Zambrano. Y mientras intentaba que aquel prodigio de arquitectura civil y economización del espacio denominado «equipaje» no se desmoronara, pensaba en lo irónico que siempre me había parecido que una estación de tren tuviese el nombre de una exiliada.

Mi abuela se había despedido de mí trazando con sus dedos una cruz en mi espalda. Un gesto que más tarde descubrí ritual y antiguo, y que se me pegó a los huesos como la misma cal.