Juana y Darío, la madre y el hijo que madrugan para alimentar a aguiluchos en peligro de extinción

Sara Rojas

Cádiz —
16 de septiembre de 2023 20:21 h

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Mientras otros niños de su edad aprovechan las vacaciones de verano para dormir sin despertador, Darío Fernández (13 años) se levanta a las 5:00h para ir a alimentar a los aguiluchos cenizo con su madre, Juana Lagóstena. Lo hacen desde que Darío tenía seis años, cuando iniciaron juntos su aventura como voluntarios en Tumbabuey, “un grupo ornitológico de Cádiz que se dedica a la defensa y conservación del aguilucho cenizo y del cernícalo primilla, y de sus hábitats”.

Con estas palabras describió el benjamín del grupo a esta entidad conservacionista sin ánimo de lucro el día en que recogió en su nombre el premio Defensa del Medio Ambiente, con el que la Fundación Social Universal reconoce “su labor de movilización social y voluntariado ambiental en la protección de las aves silvestres y sus hábitats en Andalucía”. Labor que encarnan esta madre e hijo de Chiclana de la Frontera, comprometidos especialmente con la protección del aguilucho cenizo, nombrado ave del año 2023 por SEOBirdLife, debido a la situación de vulnerabilidad que atraviesa la especie.

Esta vinculación empezó cuando Darío, con tan solo seis años, dio muestras de interesarse por la ornitología. Quizás porque su madre — que es profesora de Filosofía pero se confiesa seguidora de los programas de Félix Rodríguez de la Fuente — había sembrado en él su pasión por la naturaleza. A través de una amiga, descubrieron el proyecto que Tumbabuey dedica a la conservación y recuperación del aguilucho cenizo en la comarca de la Janda. Y “nos quedamos alucinados”, como admite esta madre en conversación con elDiario.es Andalucía. “Vimos que aquello era importante, estábamos ayudando a pollitos indefensos, en un cajón, sin madre ni padre, y teníamos que sacarlos adelante de la manera más natural posible para que siguieran siendo salvajes”, rememora Juana, con la vehemencia de una persona involucrada.

Desde entonces, comparten el ritual de levantarse antes de que lo haga el sol para llegar desde Chiclana hasta Tahivilla (“zona histórica del aguilucho” en Tarifa), donde se encuentra el cajón que sirve de hospedaje para los pollos rescatados previamente y criados después con la técnica del hacking. De esta forma, camuflándose en la oscuridad de la noche, llevan a cabo la crianza natural en esta especie de escondite, que les permite darles de comer sin ser vistos y acompañarlos en el periodo de transición desde que sueltan el plumón, hasta que salen del cajón y se van adaptando poco a poco a la vida salvaje.

Sentirse parte de un todo

La crianza y alimentación de los pollos a través del hacking se lleva a cabo diariamente mientras dura la campaña (entre principios de junio y finales de septiembre), periodo durante el cual Miguel González, el coordinador del proyecto, realiza un cuadrante para organizar por turnos a los voluntarios. Cuando les toca, más allá de servirles la comida antes del amanecer, Juana y Darío aprovechan la visita para leer las anillas de los pollos, observar cómo se relacionan unos con otros y hacerles un seguimiento con su cámara de fotos.

El pequeño asegura que “merecen la pena los madrugones” porque disfruta observando la naturaleza y sintiéndose parte de ella. “Aprendo mucho mientras ayudamos al ecosistema”, subraya este joven que acaba de empezar segundo de la ESO y acumula ya un grado de conocimiento científico y de compromiso con el medio ambiente excepcionales a su edad, como destaca orgullosa su madre.

Aunque la actividad se intensifica durante la temporada estival, la implicación del voluntariado se extiende durante todo el año. Además de participar en los eventos, charlas y congresos que se celebran a nivel nacional para “dar a conocer la especie y su hábitat”, con el afán de crear concienciación y protegerlos, “el trabajo del voluntario consiste también en localizar los nidos, en notificarlos a la administración, en negociar con los agricultores y buscar apoyo económico entre otras cosas”, como explica el propio Darío.

El aguilucho cenizo en “declive”

Durante la conversación, demuestra que a sus 13 años es ya “muy consciente” del problema que atraviesa el aguilucho cenizo. Una especie catalogada como “vulnerable” tanto en el Catálogo Español de Especies Amenazadas como en el Libro Rojo de las Aves de España, a tenor del “declive” que ha sufrido en los últimos años. En este sentido, Carlos Molina, uno de los técnicos de SEOBirdLife, explica a este periódico que los censos evidencian cómo en una década las poblaciones de esta rapaz migratoria han caído por encima del 20%, contando en la actualidad con aproximadamente 5.000 parejas en todo el territorio español, según el último censo realizado por la citada sociedad española de ornitología.

Esta situación “crítica” — como la describen desde Tumbabuey — se explica por la vinculación del aguilucho cenizo a los ambientes agrarios y sus propios hábitos reproductivos. Darío lo expresa de esta forma: “Como anidan en el suelo de los trigales y cada vez se adelantan más las cosechas debido al cambio climático, cuando pasan las cosechadoras para recoger el cereal, arrasan los nidos y los pollos que sobreviven ya no tienen donde quedarse”.

De ahí la importancia de la actuación del voluntariado, que interviene en los campos, tanto para localizar los nidos y mediar con los agricultores para intentar que los respeten al máximo, como para rescatar los huevos o pollos supervivientes, que son trasladados al hacking, donde encuentran una segunda oportunidad para desarrollarse y emprender el vuelo con la ayuda de personas como Juana y Darío.

Conocimiento que lleva a la acción

En este sentido, la profesora de Filosofía defiende el voluntariado entre los niños como “la única manera de que adquieran un compromiso y no solo conocimiento”. “El compromiso es conocimiento que te lleva a la acción”, añade en un alegato sobre los beneficios asociados a esta labor que sirve para inculcar valores de conservación y respeto de la naturaleza de forma activa. “Muchas veces [en las escuelas] queremos que conozcan estos valores, pero de manera pasiva desde un plano teórico, diciéndoles que dibujen animales o rellenen fichas, pero a los niños hay que hacerlos partícipes de la solución del problema”, defiende Juana.

Por eso, aboga por fomentar la implicación y participación de los más jóvenes para que así adquieran “competencias” y “se vinculen al territorio con una actitud activa y comprometida”. Muestra de ello es el caso de Darío, que desde los seis años madruga por voluntad propia para adentrarse en el campo y ayudar a los aguiluchos. “Si se levanta temprano es porque ya sabe que los pájaros lo están esperando”, remarca Juana para poner en valor el significado de involucrarse con una causa. Pero no solo su madre elogia el compromiso que ha adquirido su hijo, sino que el propio coordinador del proyecto atestigua que, desde pequeño, Darío se ha mostrado “muy interesado y colaborativo” en todas las actividades que emprende Tumbabuey.

Llevan seis años, pero Darío está convencido de que “esto acaba de empezar”. Para Juana, su hijo está “haciendo una carrera paralela”, mientras disfruta de la naturaleza y conoce a gente nueva. “Está aprendiendo muchísimo conocimiento científico, ya conoce las técnicas, contribuye a la investigación científica y ha aprendido a observar el campo”, gracias también a la actividad fotográfica que han empezado a desarrollar juntos en paralelo.

Y aunque es cierto que Darío baraja la biología o el oficio de anidador como posibles salidas profesionales de cara al futuro, su madre sabe que de un modo u otro “esto ya va a ser un hobbie para él toda la vida”. Por todo ello, esta defensora de que el voluntariado se fomente desde edades tempranas anima a padres y madres a probarlo junto a sus hijos. “Es una actividad muy bonita y muy enriquecedora porque aporta muchísimo a uno mismo y al ecosistema”, concluye Juana, satisfecha de compartir con su hijo una misma labor que los lleva a conocer el problema y tomar parte en la solución.

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