Día 56 en estado de alarma: de compras en confinamiento
Empiezan a levantarse las persianas de los comercios del barrio y un ruido que podía irritar hace dos meses se convierte en el esperado sonido de una ciudad que vuelve a latir a ritmo más regular. El lunes lo harán los primeros bares, y quizá ni moleste tanto el escándalo cuando monten los veladores, que tampoco es necesario que los camareros arrojen con esa violencia las sillas y mesas, pero se lo vamos a perdonar esta vez.
La culpabilidad es un sentimiento que ha podido incrementarse con esta crisis, porque te lo recuerdan permanentemente los demás, y si no, ya te encargas tú sola, que te has convertido en un positivo asintomático (sin necesidad de test ni nada) que va por ahí desperdigando coronavirus por todas partes, solo con la mirada. Quizá ha sido eso, o más bien que pocas cosas materiales son necesarias para sobrevivir a una cuarentena, que en estos dos meses de encierro ni he comprado por Amazon ni he encargado comida para traer.
Pero es sin duda el convencimiento de que hay muchas maneras de consumir, y la gratitud por el esfuerzo de tantos que se han sumado a un confinamiento, a vida o muerte para el negocio, que esta vez voy a practicar el comercio de cercanía con satisfacción, pese a las nuevas normas, que lo complican todo, y teniendo en cuenta que no me gusta nada ir de compras. (La ventana de Olga)
Fase 1 con faldas y a lo loco
No me he atrevido a comprar nada en toda la cuarentena. Me refiero a que me trajeran el pedido a domicilio. El primer fin de semana del estado de alarma cometí un pecado original y pedí una película, 'Sucedió una noche'. No la encontré en Filmin y en un acto casi reflejo, saqué el móvil y la pedí por Amazon. Me arrepentí horas después. Y con razón: al menos un repartidor ha muerto durante esta pandemia.
El caso es que más allá de darnos ciertos caprichos en el supermercado -una ventresca, un vinito, un whisky escocés de impronunciable nombre-, nuestra cuarentena ha sido de lo más espartana. Y ya iba tocando ser un poco epicúreo. Así que hace un par de días, con una fase 1 al caer, me di el gustazo de pedir un ensayo en mi librería favorita, La Casa Tomada.
Cerquita de casa, pequeña, bien surtida, llena de recuerdos. Allí presenté mi libro. Sin embargo, lo más fascinante de esta librería es la devoción con la que sus libreras miman la cultura. Ansioso, espero ya la llamada de Laura para ir a recoger mi libro, 'Conversaciones con Billy Wilder'. Si la desescalada va a ser larga, más nos vale tomárnosla con humor y yo no sé vosotros, pero yo prefiero aprender de los maestros: con faldas y a lo loco. (La ventana de Alejandro)
Pasiones y debilidades
Está claro que no me gusta nada esta nueva normalidad, me adapto mal. Me encanta hacer la compra, perdón, me encantaba hacer la compra en la antigua normalidad.
No me atrae nada vestirme de astronauta, esperar fuera del mercado en una cola marcada con cintas adhesivas en el suelo, manteniendo la distancia social, otra de las expresiones de la nueva normalidad que detesto profundamente. Enfundarme los guantes de plástico desechables, después de haberme lavado con el gel hidroalcohólico. No verle la cara a la gente, ni al tendero, ni poder acercarte al producto. En fin, todo lo que lo hacía divertido se ha vuelto incómodo y desagradable.
En estos casi dos meses de confinamiento que llevamos, tan sólo me he dedicado a comprar alimentos y productos de limpieza. Y es que soy de la vieja escuela, y el atractivo de comprar es demorarme, perder el tiempo, hablar con el vendedor, hacerle preguntas cuya respuesta conozco de antemano. “¿Entonces esta sartén no se pega?”. “Para nada caballero, dispone de un antiadherente de nueva generación maravilloso que impide que el alimento se pegue, por mucho lavado que usted le haga”. ¿Y que esperabas que te dijera?. ¿Que no te va a durar ni dos huevos fritos?. Entonces no sería un vendedor, sería de esas raras facciones cristianas que están obligados a decir la verdad.
Con esto quiero decir que no me apasiona ni me entretiene comprar online, de hecho, no he comprado nada en estos 58 días. Es un dato a tener en cuenta, que pone de manifiesto que necesitamos muchas menos cosas de las que habitualmente compramos. Pero parece que sólo somos capaces de inventar una sociedad que se sostenga en el consumo, una devastadora pescadilla que se muerde la cola. Cuando no nos muerde y nos devora a nosotros.
Así que, para sobrellevar mejor este cautiverio y esta nueva normalidad odiosa, me doy caprichos de vez en cuando en lo que a gastronomía se refiere, ya que dicen que mediante la comida nos recompensamos. Al menos, eso dicen los psiquiatras, que parecen saber de nuestras pasiones y debilidades más que nosotros mismos. Sea como fuere, una cerveza especial helada y un entrecot de ternera con patatas salteadas en mantequilla me reconcilia con la raza humana, aunque no le vea la cara detrás de la mascarilla. (La ventana de Luis).
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