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Día 16 del estado de alarma: obsesiones

Obsesión, del latín obsessÄ­o, que significa asedio. Y justo ahora estamos en nuestras casas asediados por el enemigo invisible (si no tienes un microscopio, claro). Cualquier manía, obsesión que tengamos en estos días de confinamiento, se magnífica, ya que no puede diluirse en el quehacer diario de una vida normal. Todo lo contrario, rebota contra las paredes de nuestras casas y aparece una y otra vez con más fuerza si cabe.

No me tengo por una persona obsesa, lo cual no quiere decir que no me sobren algunos kilos, (perdonen el chiste, pero no me he podido resistir). No soy maniático del orden, quizás sí del desorden, ni de la limpieza, ni de nada que ahora recuerde. Quizás mi única obsesión sea la siesta, que heredé de mi padre por vía directa, ya que son pocas las veces en mi vida que me haya saltado una porque, la verdad, me dan la vida. Tanto es así que, mientras estuve trabajando muy de joven restaurando el retablo de la Iglesia de Nuestra señora de las Virtudes en Vilamartín, con la empresa de mi amiga María del Mar, no perdonaba la siesta ni un día. Después de comer, me ataba con el arnés en el andamio y dormía sobre el costero, a más de 10 metros de altura. Otros días en que hacía algo más de frío, hacía la siesta en el confesionario.

En estos días de reclusión, en lugar de una cabezada en el sillón, cómo hago habitualmente, prefiero subir para mi dormitorio, como si fueran vacaciones, y echarme una siesta de esas de pijama, para luego despertarme desorientado con un café. Aunque las palabras sean casi homófonas, prefiero decir que la siesta no es mi obsesión, sino mi pasión. (El balcón de Luis)

OVNIS por todas partes

(La ventana de Alejandro) Mi cuarto de baño como los chorros del oro. Evidentemente, era un sueño. Cuando me desperté, la mampara seguía salpicada de cal y el goterón de óxido continuaba pintarrajeando mi bañera. Me tenía que poner a currar, pero, cosas del teletrabajo, me arremangué, me metí en la bañera y me puse a frotar como si me fuera la vida en ello. Eso fue el jueves por la mañana.

El sábado le di otro repasito. “Que no quede ni un coronavirus”, pensé. Y este lunes, después de haber comprado lejía pura, purifiqué cada esquinita del baño. Ojito… baldosas de la pared incluidas. Vamos, que, en un par de días, he limpiado el baño más veces que en los últimos cuatro meses.

El problema de esta ‘bendita’ pandemia es que, llegados a un punto, se te mete entre neurona y neurona. Ay, amigo, y entonces estás perdido. Como diría Morgan Freeman en Cadena perpetua: estás “institucionalizado”. A partir de ese momento, el coronavirus te ha dominado, te ha ‘pandemizado’ y te cabalga las neuronas como un vaquero de El Rocío. A su puñetero antojo y sin síntomas aparentes.

Desde ese momento, la obsesión por el bichito se ha apoderado de ti y ves gérmenes con coronillas flotantes en cada interruptor, huella dactilar, llave, cerrojo, calzado, abrigo, camiseta y OVNI (Objeto Virulento No Identificado) que entran en tu casa. Y todos son sospechosos. Mientras un buen chorrazo de lejía o alcohol de 90 grados no demuestren lo contrario.

Jabón de marca

(La ventana de Fermín) En el cuarto de baño a la entrada de casa nunca ha habido jabón de marca. Sí, cuando hacíamos la compra siempre caía en la cesta el mejor para la bañera y cualquiera para la jabonera, como si las manos fuesen esa parte del cuerpo que con una marca blanca “tiran palante”. Ahora, la jabonera está llena de un jabón noble, de sangre azul, de esos que huelen hasta que metes las manos en lejía para darles el quincuagésimo lavado del día.

Esta crisis nos ha descubierto las manos y el jabón de marca. Nos ha enseñado a lavarnos entre los dedos, y a que esa parte que no sabemos si tiene nombre que está entre el pulgar y el índice hay que mimarla especialmente.

Vemos a diario cómo en la tele nos recuerdan que lavarse las manos ese esencial. En mi casa nunca ha habido un jabón de marca en el lavabo de la entrada, y tampoco una crema para la piel, desgastada con tanto jabón. En la calle nunca ha habido un COVID-19. Todo es nuevo.

Horarios

Me gusta pensar que soy una persona flexible. Hasta que llega un coronavirus y te pone tus propias impresiones patas arriba. Y me descubro pelín obsesionada con los horarios. Será cosa de mantener la “normalidad”, de que haya una secuencia de la jornada, de ver que los días son diferentes. Que hay semana y fin de semana.

Y ando metiendo prisa a mis hijas para que se levanten, aprovechen la mañana, que ellas estudien, que nosotros trabajemos. Que nos cunda el tiempo, que se va corriendo. Pero quizá tengo que mirar menos la hora y, de verdad, ser más flexible. Porque el mundo es más que probable que, en estas circunstancias, también lo sea. (La ventana de Lucre)