Día 57 en estado de alarma: primeros encuentros a la vista
Tengo la agenda llena y una ansiedad muy grande. Estoy como un niño en una tienda de juguetes al que le han dicho que escoja sólo uno. Y es que son muchas las ganas de ver a la familia y amigos, aunque sea sin abrazarnos ni besarnos, que ya va a ser difícil, pero por lo menos compartir una cerveza, una comida, una charla y unas risas, que ya toca.
Mi hija Alba viene a comer la semana que viene, ya hemos hecho un menú de gala a su elección. En la azotea de Tomás y Emilia, si el tiempo lo permite, nos vamos a reunir un grupo de ocho amigos, casi casi nos pasamos.
En mi azotea tenemos también apalabradas otras cenas. El “malaje” va a ser que el tiempo parece haberse aliado con el virus, como si estuviera esperando a que llegara la desescalada para ponerse a llover. Y es que, con el miedito que llevamos dentro, parece que da más seguridad verse en un espacio abierto, por aquello de mantener la distancia social. Porque yo, quitando a mi amiga Cayetana James de Orleans y Montes Perdidos que tiene un comedor de 80 metros cuadrados, con una mesa para 30 comensales, con el resto de mis amigos mortales ya me dirán ustedes cómo te pones a cenar en una mesa separaditos.
Mi amigo Paco ha propuesto que retomemos nuestra tertulia los martes a las nueve y media, para desayunar en nuestro bar de siempre. A mí me da un poco de yuyu todavía sentarme en unos veladores, la verdad, prefiero hacer mi propia desescalada, no vaya a ser que acabemos descalabrados. Otros amigos prefieren esperar una semana más todavía, dicen que es pronto para vernos en riguroso directo.
La verdad es que son más las ganas que tengo de normalizar la vida, que el riesgo que podamos correr. Y como decía Lord Rochester, no pienso morirme todavía y, en cualquier caso, será lo último que haga. (La ventana de Luis)
Un chapuzón de promesas
Es el momento de pagar las deudas. Y no me refiero a que en esta primera fase le hayan dado vía libre al Cobrador del Frac. No, hablo de todas esas promesas de amistad, amor y fantasías inconfesables con la que hemos ido sembrando los dos meses de cuarentena.
Mi primera parada es obligada: la casa de mis padres. Tengo ganas de volver a cogerle coraje a echar dos horas para ir a verles al Aljarafe. De momento, lo que tengo ganas es muchas ganas de darles un abrazo enorme. Aunque confieso que, con esto de las fases, estoy más liado que Fran Rivera. Y no sé si puedo darle un beso a mis padres y dos buenas collejas a mis hermanos o voy a tener que visitarlos con escafandra y comer en el jardín.
La segunda parada es fundamental: ver a nuestro amigo Manuel. Que está más jarto de cervecitas por Skype que yo de reuniones por zoom. Sin embargo, la gran estrella de esta desescalada es nuestra Carmen Mauri, que a sus tres añitos está deseando conocer a nuestra mascota Pepa y nos manda por teléfono unos besos que quitan el sentío. Carmela, ve preparando el bañador, que estamos ya dándonos un chapuzón. (La ventana de Ale)
Desfasados
Es como con lo del desconfinamiento infantil, lo de salir a hacer deporte en la calle o el permiso de paseo para convivientes: os lanzasteis todos a la vez y no había sitio para nadie en las aceras y los paseos. Pues ahora que vamos a entrar en fase 1, y se puede quedar con amigos y familiares, me veo con que lo habéis acaparado todo y no encuentro grupo de menos de 10 personas, que es el tope, para acoplarme.
No voy a ser tampoco yo la que os guarde el velador para esas primeras cervezas ni voy a tirar de la agenda de padres y madres para quedarme con nueve niños ahora que también ellos, por fin, pueden pactar verse con sus amigos y compañeros, y no resignarse a las mismas caras que en casa o a encuentros casuales.
Si acaso me apetece ir a molestar a alguno de esos colegas, que tengo un par mínimo, que pasan por el síndrome de la cabaña, dicen, y que están tan a gusto en sus casas que no tienen ninguna prisa por 'desescalarse'. Van felizmente desfasados. (La ventana de Olga).
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