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El mismo amor, la misma lluvia
“¿Sabés qué extrañaba yo de Buenos Aires? Los silbidos, la gente que anda silbando por la calle. Aquí nadie silba por la calle. Tardé en darme cuenta”. Cuando oí esta frase del personaje de Hache (Juan Diego Botto) en 'Martín (Hache)', película dirigida por Adolfo Aristarain, me sucedió lo que pasa con las buenas películas, los buenos libros o las buenas canciones. Me encontré en ella.
Crecí escuchando los silbidos de mi padre, porteño, que silbaba tangos cuando iba a recogerme del colegio, cuando volvía con las bolsas de la compra, o mientras caminaba por cualquier lugar. Lo sigue haciendo, con una afinación digna del mejor instrumento musical. Como el personaje de Aristarain, yo también tardé en darme cuenta de que era un rasgo peculiar. Quizá por eso el cine argentino es para mí una patria, una casa, un lugar en el que reconozco los acentos, los gestos y las sensibilidades de esa mitad que también soy yo, pero que a menudo se siente huérfana.
En España tenemos pudor a hablar abiertamente de sentimientos. Nuestras conversaciones cotidianas con los amigos y familiares consisten normalmente en contarnos lo que hemos hecho. En Argentina, en cambio, es común hablar de cómo nos sentimos. Y ese cine, cargado de emociones, es una de mis cosas favoritas del mundo.
Por si fuera poco, los argentinos son maestros a la hora de contar historias. Hay hilos invisibles que enlazan películas como “Caballos salvajes”, “Un lugar en el mundo”, “El hijo de la novia”, “Nueve reinas”, “El abrazo partido”, “La ciénaga”, “Elefante blanco”, “Relatos salvajes”, “La odisea de los giles” o “Argentina, 1985” y estos hilos son su profundo enraizamiento en la realidad y en la historia, la credibilidad de sus intérpretes (ganada a través de largos años de formación y práctica teatral), la calidad de sus guiones (auténticas piezas de relojería algunos de ellos), y esa irrenunciable intención de llegar a nuestras conciencias no a través de discursos pomposos, sino haciéndonos sentir en carne propia todo el abanico de emociones humanas. Un cine pegado a los problemas de la gente, a sus ilusiones, a sus dramas y a sus íntimas esperanzas. Un cine que habla de nosotros y que por eso nos gusta tanto.
En cuanto entran las fuerzas reaccionarias por la puerta, las películas, los libros, los artistas, vuelven a estar en el punto de mira. Ya lo dijo Machado: “El fascismo es la fuerza de la incultura”
Muchos consideran casi un milagro que haya podido mantenerse durante tantos años una cinematografía de tan alta calidad en un país en permanente crisis económica y con un elevado nivel de pobreza y marginalidad. Y sin embargo, la industria cinematográfica argentina es una potencia, como lo demuestran los datos de taquilla (los más altos de Latinoamérica), las selecciones y premios en festivales internacionales o las nominaciones y preselecciones para los Oscar. Así como los miles de puestos de trabajo que genera.
Recientemente, el gobierno ultraliberal de Javier Milei ha declarado la guerra al cine. Tras anunciar drásticos recortes en el INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales) o directamente la no dotación de presupuesto, y por lo tanto la muerte de eventos culturales como el Festival de Cine de Mar del Plata (uno de los más importantes del mundo), en un alarde de cinismo y demagogia ha declarado que se debe elegir entre “financiar películas que no mira nadie” o “dar de comer a la gente”. Lo dice, por cierto, al mismo tiempo que suspende las entregas de comida a los comedores populares de los que dependen más de cinco millones de argentinos.
Por desgracia, la amenaza a la cultura no es nueva. En cuanto entran las fuerzas reaccionarias por la puerta, las películas, los libros, los artistas, vuelven a estar en el punto de mira. Ya lo dijo Machado: “El fascismo es la fuerza de la incultura”.
Las canciones que oí y que aprendí de memoria, las películas que vi y que me hicieron llorar o reír a carcajadas, todas esas cosas que sentí, conforman lo que soy
Hace unos días, refiriéndose a esta situación, Chino Darín dijo: “Resistiremos, sobreviviremos”. Me agarré a esas palabras como quien desesperadamente quiere retener a un gran amor. “A veces pienso que las charlas sin importancia, en lugares sin importancia, fueron los momentos más importantes de mi vida”, le dice Jorge (Ricardo Darín) a Laura (Soledad Villamil) en una de mis películas favoritas de todos los tiempos, “El mismo amor, la misma lluvia”, de Juan José Campanella.
También yo lo pienso. Y no solo las charlas, también las canciones que oí y que aprendí de memoria, las películas que vi y que me hicieron llorar o reír a carcajadas, todas esas cosas que sentí conforman lo que soy.
Siempre habrá quien, ocultando otros propósitos, diga que no es tan importante, que exageramos los que pensamos que la cultura es nuestro patrimonio más preciado.
Y supongo que siempre será así, el mismo amor, con la misma lluvia.
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