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La banalidad del mal
Hace tres veranos, viajando en coche por la Provenza, pasamos por el departamento de Vaucluse. Paseamos por sus hermosos pueblos, viñedos, campos de lavanda y lagos de aguas turquesas. Era imposible, imposible pensar que en ese momento, en aquel lugar idílico, se estaba produciendo uno de los hechos más crueles, terroríficos, malvados y deshumanizados que hemos conocido.
Un jubilado de 68 años, padre de tres hijos, estuvo nueve años drogando a su mujer, con la que llevaba 50 años casado y ofreciéndola en foros de internet para que la violaran.
Inconsciente, por las sustancias que este sujeto le suministraba, la mujer sufrió violaciones de al menos 72 hombres, muchos de ellos repitieron hasta en seis ocasiones, mientras el marido se encargaba de registrar todo audiovisualmente y guardarlo en una carpeta de su ordenador llamada “abusos”. Sus hijos, preocupados por las lagunas mentales que ella sufría y los extraños dolores que sentía en el cuerpo, la animaron a ir a un psiquiatra pensando que padecía algún tipo de enfermedad neurológica. Fue la casualidad de pillar al susodicho colocando un teléfono móvil en un supermercado para grabar por debajo de las faldas de las mujeres, lo que hizo que la policía descubriera los hechos. En estos días se celebra el juicio.
Es difícil describir la sensación que se me despierta ante el relato de esta atrocidad. En nuestra memoria colectiva se alojan otros monstruos como este: el monstruo de Amstetten, los autores de los crímenes de Alcasser... Monstruos, monstruos que nos atemorizaron desde niñas, que despiertan en nuestras cabezas cada vez que caminamos solas por una calle oscura. Monstruos que comparten todos ellos una misma base ideológica: la deshumanización y la cosificación de las mujeres, su derecho a ejercer violencia contra ellas para su propio disfrute, la seguridad de que son algo que les pertenece y de lo que pueden y tienen el derecho de disponer.
Podríamos pensar que son casos aislados, que estos monstruos son una rareza con la que estamos condenados a coexistir en contadas ocasiones. Pero no puedo evitar pensar en qué es lo que permite que estos monstruos actúen y sobre todo, no puedo dejar de pensar en esos 72 hombres que estuvieron violando a una mujer inconsciente.
Eran bomberos, periodistas, repartidores, funcionarios, jubilados, tenían entre 21 y 68 años, eran maridos, abuelos, amigos, novios. Uno de los acusados que se sienta hoy en el banquillo, un electricista de 55 años, dijo: “No es una violación porque fue su marido quien lo propuso”. Y creo que no hay una frase más esclarecedora para toda esta cuestión.
Cuando Hannah Arendt expuso su idea de la banalidad del mal tras el juicio de Eichmann, apuntó cómo la falta de pensamiento reflexivo y de juicio crítico podían llegar a normalizar y sostener la ejecución de los peores crímenes contra la humanidad. ¿Podría haberse mantenido el régimen nazi sin la complicidad de todos aquellos que decidieron mirar para otro lado? Veo esta misma estructura de no-pensamiento y comportamiento cuando pienso en todos esos hombres, no solo los que ejecutaron las violaciones, también todos aquellos que vieron ese anuncio macabro en el foro. “Sin su conocimiento”, decía. Durante nueve años ninguno lo denunció. ¿Qué podía haber de malo en violar a una mujer inconsciente si su marido lo permitía? ¿Qué podía haber de raro en este anuncio en internet? ¿No dudaron en ningún momento?
Tanto la víctima como sus hijos se han negado a que el juicio fuera a puerta cerrada. Impresiona ver su rostro en la prensa. “La vergüenza tiene que cambiar de bando”, ha dicho el abogado.
Siempre habrá monstruos, pero el silencio, la irreflexividad, la falta de cuestionamiento, el decidir no meterse, el apartar la mirada, no dejan de ser menos monstruosos.
Recuérdenlo cada vez que les lleguen al grupo de whatsapp las imágenes íntimas de una mujer, los chistes humillantes sobre sus cuerpos, los comentarios de qué le haría y cómo se lo haría, piensen en ello cuando esta misma semana hemos visto al alcalde de Vita en un escenario cantando “Me encontré a una niña sola en el bosque, le subí la faldita, le bajé la braguita...” coreado entre risas por el público en las fiestas del pueblo.
Señalar al monstruo como algo ajeno a nuestro mundo y dejar caer toda la furia sobre las mujeres que hablan de la cultura de la violación.
La vergüenza tiene que cambiar de bando, la vergüenza es no querer ver, la vergüenza es no parar esto.
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