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El cayuco de Pará

Embarcación encontrada en el estado de Pará, en la Amazonía brasileña, este lunes en Braganca (Brasil), con aspecto de cayuco mauritano

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Hasta Bragança, en el Estado de Pará, en Brasil, al bies de la Amazonía, ha llegado un cayuco con nueve muertos a bordo. ¿Cómo analizar las últimas elecciones cuando el oleaje del océano salpica las urnas? Les imagino a bordo –veinticinco alguien ha dicho que iban en aquel viaje a ninguna parte–, como en la cruzada de los niños que relatase Bertolt Brecht, sin nadie que les acogiera entonces entre las nieves de Europa, sin ningún barco avizor ahora en mitad del Atlántico. ¿Cómo reflexionar sobre las comisiones de investigación en el Congreso o en el Senado?

Por los altoparlantes de la actualidad, resuenan las voces del poder, tragicómicas a veces, pero hieráticas casi siempre. No me dejan oírlas el grito presentido en mitad de la nada, ese puñado de almas perdidas en su propio naufragio. Escucho el estruendo de las canchas, el lógico pasatiempo de la algarabía del fin de semana, el alivio de los karaokes contra el sueldo precario y la falta de expectativas en eso que llaman el primer mundo: ¿qué estaba haciendo yo cuando su agonía? Probablemente veía alguna serie de psicópatas.

Venían de Mauritania, en cuyas playas hubo otro reguero de casi medio centenar de cadáveres hace unos días, y en donde ahora España promete inversiones de hidrógeno verde. O de Mali, procedían: la Junta Militar ha suspendido allí las actividades políticas y alrededor de un centenar de cuerpos dejaron de serlo, bajo el calor del Sahel y de la rabia. Ahora mismo, no se qué opinar de las huelgas, del atuendo adecuado que uno debe lucir en las ferias, no se qué libro leer para evitar las espinas de las rosas.

Más allá del litoral de Europa se compravenden migrantes y candidatos al refugio

Hacia Canarias habían puesto rumbo, allá donde las manifestaciones por los efectos nocivos del turismo se cruzan con los turistas y con los menores llegados del mar como los pobres de Zeus que ahora se repartirán por la Península; migajas de carne fresca para una Europa que necesita mano de obra, pero no es capaz de facilitar ventanillas para obtener un visado. Les supongo, en su minúscula barca, oteando el horizonte sin encontrar tierra a la vista, viendo precipitarse la noche, ese más allá donde sigue habiendo monstruos y no se distinguen gaviotas.

Nunca volverán a Nuadibú. Como tampoco más de 1.500 mauritanos que no sobrevivieron al canto de las sirenas y se internaron mar adentro, sin señales de vida, porque también podrían haberse ahogado en un continente cuyas guerras no se emiten en prime time. Durante días quizá, puede que semanas, ya sin víveres, aguardando y temiendo el agua de la lluvia porque podría saciarles la sed, pero también hundirles al mismo tiempo. No son los primeros en morir bajo la inmensidad del Atlántico: tres años atrás, catorce cuerpos fueron localizados en Trinidad y Tobago, en el Caribe, en una barcaza robada en Mauritania, que también puso rumbo a Canarias y a la que la brújula de la mala suerte desvió otra vez más de su ruta.

Más allá del litoral de Europa se compravenden migrantes y candidatos al refugio: 20.000 euros costará a los Estados no admitirlos, pero resulta incalculable qué precio pagaremos por no hacerlo, cuando se desinflen las huchas de las pensiones y no haya robots suficientes para cubrir la mano de obra. Desde el bote, ellos verían los convoys de satélites de Ellon Musk recorriendo el espacio prometiendo 5G a los proletarios del mundo, eternamente desunidos. Quizá ya vomitando salitre, confundirían su brillo con las estrellas fugaces a las que pedimos estúpidos deseos.

Desde el Atlántico de Cádiz, a simple vista, no suelen distinguirse las pateras, pero hace unos meses y desde potentes fuerabordas, lanzaron a ahogarse frente a ellas a un puñado de espaldas mojadas

Es posible que les hubiera gustado saber, aun en su agonía, que el Parlamento español ha admitido a trámite una iniciativa popular para legalizar a miles de entre los suyos, aunque de distintas procedencias, que llevan tiempo aquí, entre nosotros, como espectros con trabajo pero sin papeles, como forajidos que se ganan el pan con el sudor de su frente clandestina. El rumor de las olas de la actualidad irá repitiendo el runrún del efecto llamada, de las repatriaciones, del macrocentro de internamiento que de un momento a otro nuestros gobiernos abrirán en Algeciras.

Quizá nos haría bien acercarnos a un cine y comprar una entrada para ver esa película de superhéroes que ha rodado Benito Zambrano: El salto es su título y habla de gente como ellos, dotados con el supremo poder de la desesperación que es mucho mayor que el de la esperanza. Fugitivos de las pesadillas, capaces de brincar a una valla para cruzar a un mundo que no les quiere porque no sabe que les necesitan.

Pero ya va haciendo calor, ¿saben ustedes? Y las playas de entretiempo nos llaman para sumergirnos en sus aguas como si acaso estas siempre fueran plácidas. Desde el Atlántico de Cádiz, a simple vista, no suelen distinguirse las pateras, pero hace unos meses y desde potentes fuerabordas, lanzaron a ahogarse frente a ellas a un puñado de espaldas mojadas. No podemos escapar del destino. Ellos, tampoco. Por eso, algo de nosotros ha muerto frente a las costas de Pará.

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