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Cuidar lo más importante
Lo inesperado pasa continuamente, apunta la ensayista norteamericana Rebecca Solnit, que acaba de publicar su último libro, Un paraíso en el infierno (Capitán Swing). Nadie alcanzó a imaginar hace ocho meses que el planeta se estremecería por una terrible pandemia con un millón largo de muertos oficiales. Los gobiernos enseguida se vieron desbordados porque no habían previsto, ni sanitaria ni socialmente, algo así. Pese al ruido y la politización de la tragedia, prácticamente ninguno ha escapado a los errores de cálculo y los bandazos, en una situación mundial de aturdimiento ante lo desconocido. Sin embargo, la segunda ola de la plaga era una certeza: no cabe acudir como excusa al desconcierto que suscita lo imponderable. Por eso la gestión deficiente de las administraciones públicas resulta en esta ocasión del todo criticable.
Volvemos a estar en un punto desesperado. Andalucía ha superado el récord de fallecidos y la Junta --que debió fortalecer la atención primaria, cubrir las bajas de su desfallecido personal y contratar rastreadores-- extrae de unos de recurrentes cajones una batería de medidas que recaen, de nuevo, sobre los castigados hombros de los profesionales públicos. Se anulan vacaciones, permisos, excedencias para cuidar a padres o a hijos, reducciones de jornada y se declara obligatoria la movilidad en los centros y entre municipios. Una cadena de derechos conculcados. No lo merecen. Durante la negra noche de extravío que fue el confinamiento de la pasada primavera, desde los balcones intentamos devolverles condensado en aplausos el agradecimiento por su trabajo de solvencia y generosidad. Aunque ellos dejaron claro que no ambicionan ser héroes o recibir flores, dineros ni palmas, como dice la copla.
Maltratar a quienes sostienen, nada menos, que la trama del combate contra el virus y la estructura de la sanidad pública no solo es una temeridad gigantesca: roza la impudicia.
Tampoco quieren ser mártires. Aspiran a que se les escuche y se les respete, que no se abuse de su entrega y sentido del deber ni se les maneje como piezas de un tablero virtual donde se juega una doble partida: la de socorrer lo urgente y la del cambio de modelo del sistema de salud. Maltratar a quienes sostienen, nada menos, que la trama del combate contra el virus y la estructura de la sanidad pública no solo es una temeridad gigantesca: roza la impudicia. Los sanitarios y quienes forman parte de este formidable engranaje --desde las labores básicas hasta las más sofisticadas-- son personas que dejan a un lado las diferencias que puedan tener para trabajar juntos, arreglándose con recursos insuficientes, mal pagados y en condiciones laborales inciertas.
Encima, han de bregar con las intromisiones de algunos altos cargos que actúan como comisarios políticos y soportar caprichos y manías sin fundamento ni criterio. Los gerentes de los centros, en virtud de la nueva orden de la Junta, están libres de manos para fichar a su antojo a quienes les parezca y el tiempo que consideren, además de poder disponer traslados forzosos y encomendar tareas distintas de la categoría profesional. Cuando Jesús Aguirre tomó posesión de su cargo como consejero de Salud presumió en una entrevista con fanfarronería de que había montado su equipo en tres días: 140 amigos suyos, la mayoría sin experiencia en salud pública. Desde su departamento se apresuraron a matizar que era una forma de hablar, pero a estas alturas las dudas de que se tratara realmente de una metáfora se van despejando.
Poco se recuerda, pero yo no me voy a cansar de hacerlo, que en medio de la oscura noche del confinamiento a la que antes me refería, el Gobierno de Juan Manuel Moreno Bonilla se dedicó a pagar (con dinero público) a determinados medios para que publicaran contenidos favorables de su respuesta al coronavirus. Esto es: publicidad disfrazada de noticia veraz, firmada en inglés (powered by, que significa “contenido patrocinado”) para que no pareciera lo que era: propaganda. Vimos titulares tales como “Brutal reacción de Andalucía ante el coronavirus: saca 1.600 respiradores, 26.000 camas y 1.400 sanitarios de la nada” --eran solo proyectos sin activar--, o “Andalucía toma la delantera”, con un lenguaje lisonjero y un estribillo perenne: la anticipación, que hasta hace poco se ha cantado en las ruedas de prensa. Vaya ironía. Es de lo menos ético que he visto hacer en política, y eso que he visto muchas cosas.
No basta ahora con adoptar un gesto adusto, y llamar a la responsabilidad ciudadana en tono de reprimenda, si en los momentos críticos de marzo y abril la primera reacción fue lanzarse en plancha a por el autobombo. La responsabilidad ciudadana cuenta, desde luego, pero también la de las administraciones. Y es crucial que la Junta de Andalucía cuide a los sanitarios porque son lo más importante de lo mejor que hemos construido.
Lo inesperado pasa continuamente, apunta la ensayista norteamericana Rebecca Solnit, que acaba de publicar su último libro, Un paraíso en el infierno (Capitán Swing). Nadie alcanzó a imaginar hace ocho meses que el planeta se estremecería por una terrible pandemia con un millón largo de muertos oficiales. Los gobiernos enseguida se vieron desbordados porque no habían previsto, ni sanitaria ni socialmente, algo así. Pese al ruido y la politización de la tragedia, prácticamente ninguno ha escapado a los errores de cálculo y los bandazos, en una situación mundial de aturdimiento ante lo desconocido. Sin embargo, la segunda ola de la plaga era una certeza: no cabe acudir como excusa al desconcierto que suscita lo imponderable. Por eso la gestión deficiente de las administraciones públicas resulta en esta ocasión del todo criticable.
Volvemos a estar en un punto desesperado. Andalucía ha superado el récord de fallecidos y la Junta --que debió fortalecer la atención primaria, cubrir las bajas de su desfallecido personal y contratar rastreadores-- extrae de unos de recurrentes cajones una batería de medidas que recaen, de nuevo, sobre los castigados hombros de los profesionales públicos. Se anulan vacaciones, permisos, excedencias para cuidar a padres o a hijos, reducciones de jornada y se declara obligatoria la movilidad en los centros y entre municipios. Una cadena de derechos conculcados. No lo merecen. Durante la negra noche de extravío que fue el confinamiento de la pasada primavera, desde los balcones intentamos devolverles condensado en aplausos el agradecimiento por su trabajo de solvencia y generosidad. Aunque ellos dejaron claro que no ambicionan ser héroes o recibir flores, dineros ni palmas, como dice la copla.