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Ante el espejo de nuestra indolencia

Estudiantes contra el cambio climático en Sevilla

Fernando Vicente

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Desde la revolución industrial el planeta ha estado sometido a una única organización económica, la explotación de sus recursos naturales para la fabricación masiva de bienes, su consumo, y el vertido de los residuos generados por su fabricación, y el de los propios bienes una vez finalizada su vida útil.

Un sistema que, ciertamente, ha permitido mejorar hasta límites impensables el nivel de vida (económico, pero también político y social) de miles de millones de personas, pero que también ha generado dos gravísimos problemas, interrelacionados, que han crecido y crecido hasta poner en jaque ese mismo nivel de vida: desigualdad y calentamiento global del planeta. Ambos son fenómenos de escala global.

Un reciente estudio de Oxfam, ampliamente divulgado, destacaba un dato para llamar la atención sobre la desigualdad: Ocho personas acumulan ellos solos tanta riqueza como la que se reparte la mitad de la población del planeta, 3.600 millones de personas. La contundencia de ese dato va mucho más allá de la anécdota, pero dice mucho más sobre la condición humana que sobre el problema que pretende señalar: En el mejor de los casos, millones de personas esconden la cabeza bajo el ala ante la tragedia de las docenas de miles de vidas que cada año se pierden en la inmigración de los desheredados del mundo hacia los ricos territorios del norte. (En el peor escogen levantar obstáculos en su camino que impidan su progreso).

El mismo comportamiento se observa ante el otro desastre que se cierne sobre la humanidad. Hace ya décadas que somos conscientes, no ya del progresivo deterioro de las condiciones ambientales en las que vivimos, ni siquiera de su aceleración exponencial, sino de sus causas, tanto del deterioro como de su aceleración. Y sin embargo, también aquí escogemos esconder la cabeza debajo del ala.

Porque eso, y no otra cosa, es seguir viviendo sin cambiar realmente ese sistema, esa organización económica, política, y social, que nos ha traído hasta aquí. Porque eso, y no otra cosa, es aplazar una y otra vez la implantación de las medidas imprescindibles para intentar, sino ya remediar, al menos sí paliar las consecuencias del calentamiento global que en breve nos quemará los pies.

Es responsabilidad de los dirigentes políticos tomar las decisiones necesarias para cambiar el estado de las cosas, pero hacerlo conllevará duros sacrificios para los dirigidos. Las protestas de los “Chalecos amarillos” surgidas en Francia ante las medidas anunciadas contra el uso del gasoil por el presidente Macron son el mejor ejemplo de las resistencias a las que nos enfrentamos. Pero no queda otro remedio, deberemos aceptar y asumir cambios radicales en nuestro cómodo y lujoso nivel de vida. No en un futuro próximo, sino ya.  Es una vergüenza que los más jóvenes de este rico y cómodo primer mundo, niños aún en muchos casos, hayan tenido que organizarse para salir a la calle y ponernos ante el espejo de nuestra propia indolencia y exacerbado egoísmo.

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