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¿Te imaginas que no existiera Doñana?
Todo había empezado allí. Hacía décadas que aquellos terrenos se parecían más al planeta Arrakis de las novelas de Frank Herbert que a cualquier otra cosa que hubiera conocido. Al menos, eso le había contado su abuela. Que hubo otro tiempo en que miles de aves volaban hasta allí para descansar, para anidar, para quedarse. Que se cultivaban frutas deliciosas en plena tierra, no en los laboratorios, como ahora. Que el sol se reflejaba en el agua de las marismas y parecía plata. Que corrían los caballos en libertad como azuzando el suelo y moviendo el viento. Le había contado muchas veces que, incluso, había vivido mucha gente allí, cerca de la playa y de la marisma. Que pasaban sus veranos y cruzaban los pinares como si no se fuese a acabar el agua. Como si fuera inagotable. Como si aquel mundo fuera eterno.
La realidad es que agua ya no había. Y como un dominó gigante, la sequía y la penuria se habían extendido cual enfermedad contagiosa acabando con las plantas, con muchas de las especies y empujando a los animales más fuertes a buscarse la vida en otros lugares. Su abuela recordaba cómo fueron llegando miles de personas, y cómo fueron desplazándose porque allí ya no había nada.
Así estaba ahora aquel lugar. Vacío. Eso sí, con magníficas carreteras. Pero enfermó sin vuelta atrás. Y esa epidemia no se había quedado quieta. “Tú no te acuerdas de cuando uno podía abrir el grifo y ducharse –le decía su abuela–, de cuando se podía beber agua sin medir cuánta e, incluso, había gente que llenaba piscinas al lado del mar”.
Todo el desastre había empezado allí mismo.
Los responsables pensaron que tampoco era para tanto. Que las decisiones que tomaban iban a merecer la pena y, sobre todo, los votos. La ciudadanía no midió las consecuencias, se dejó convencer por las supuestas recompensas inmediatas. Ahora ya era tarde. A pesar de las alertas, de la comunidad científica llamando a todas las puertas, de los jóvenes clamando reacción… Aquel lugar se llamaba Doñana y Doñana había muerto. Y después, vino todo lo demás: la tragedia.
¿Te imaginas? Un sitio menos, qué pena. Era bonito, aunque mira, el progreso lo exigía. Lo que pasa es que Doñana nunca ha sido un lugar cualquiera. Doñana, como otros espacios naturales del planeta, es el canario en la mina, la señal de alarma, un termómetro del mundo. Si a Doñana le va mal, nos irá mal a todos. No se trata de sus 130.000 hectáreas, ni de las miles de aves que la habitan, ni del águila imperial, ni del lince ibérico, ni de conservar un ecosistema como si fuera un diorama o una joya preciosa en una urna. No se trata de eso. Se trata de detectar las señales de fiebre del mundo.
Doñana es un recordatorio contra el consumo creciente e interminable. Doñana es el contrapeso de unas necesidades cada vez más grandes e inasumibles que, en realidad, no existen. Doñana es agua, y sin agua la cosa se pone fea.
Los espacios naturales como Doñana no son compartimentos estancos que meter en formol mientras destrozamos sus contornos. Son el entramado del mundo, el aparato circulatorio de la tierra.
Así que no se trata de lograr llegar a la coexistencia pacífica, como si la naturaleza fuera un compañero molesto. No se trata tampoco de conservar. Se trata de sobrevivir. Porque Doñana es nuestro planeta. Y nosotros somos Doñana.
Todo había empezado allí. Hacía décadas que aquellos terrenos se parecían más al planeta Arrakis de las novelas de Frank Herbert que a cualquier otra cosa que hubiera conocido. Al menos, eso le había contado su abuela. Que hubo otro tiempo en que miles de aves volaban hasta allí para descansar, para anidar, para quedarse. Que se cultivaban frutas deliciosas en plena tierra, no en los laboratorios, como ahora. Que el sol se reflejaba en el agua de las marismas y parecía plata. Que corrían los caballos en libertad como azuzando el suelo y moviendo el viento. Le había contado muchas veces que, incluso, había vivido mucha gente allí, cerca de la playa y de la marisma. Que pasaban sus veranos y cruzaban los pinares como si no se fuese a acabar el agua. Como si fuera inagotable. Como si aquel mundo fuera eterno.
La realidad es que agua ya no había. Y como un dominó gigante, la sequía y la penuria se habían extendido cual enfermedad contagiosa acabando con las plantas, con muchas de las especies y empujando a los animales más fuertes a buscarse la vida en otros lugares. Su abuela recordaba cómo fueron llegando miles de personas, y cómo fueron desplazándose porque allí ya no había nada.