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Lobos

Blesa vuelve esta semana a los tribunales para declarar por banco de Florida

Fernando Repiso

Si este año no le dan el Oscar a Leonardo DiCaprio, ya no se lo darán nunca. Su interpretación de un broker barroco adicto al sexo, las drogas, el lujo y los excesos en la última película de Martin Scorsese, El lobo de Wall Street, es simplemente brillante.

La cinta muestra sin ningún remilgo cómo aquellos popes financieros de la frenética década de los 90 estafaban y robaban a los pobres, para después robarle también a los ricos, y cómo se lo gastaban. Sobre todo, cómo se lo gastaban: coches, yates, helicópteros, drogas, prostitutas, etc etc. El personaje que interpreta DiCaprio magistralmente, Jordan Belfort, existe en la vida real. Hoy en día es un célebre conferenciante, reciclado tras haber sido declarado culpable por delitos tales como la manipulación del mercado de valores o el blanqueo de dinero.

Saber que todo lo que vemos en la pantalla ocurrió realmente, además de poner los vellos de punta nos ayuda a entender cómo hemos llegado hasta aquí. Cómo en aquellos años la economía especulativa (la del pelotazo) se impuso sobre la productiva (la de verdad, la que crea empleo y riqueza), como un verdadero agujero negro, fagocitándolo todo a su alrededor y haciéndose cada vez más y más grande. Más y más profundo.

Lo triste del asunto es que ese agujero negro hoy, cuando ya somos plenamente conscientes de su magnitud, de sus ansias inagotables y de su inmenso poder destructivo, sigue estando ahí. Más vivo que nunca. Y más triste aún es pensar que no se le ve el fin. No hace mucho, una amiga periodista, buena escritora, buena pensadora y mejor persona (de izquierdas) me dijo “Me rindo: ellos han ganado. Nosotros hemos perdido”.

Y es cierto, aunque nos duela. Lamentablemente los lobos se han hecho tan fuertes que nos han dejado encerrados en nuestro pequeño redil: ese micro espacio en el que nos sentimos cómodos y seguros. Ahí donde vivimos con nuestra hipoteca, nuestro trabajo (con suerte), nuestros mínimos lujos (unas vacaciones de verano, un coche nuevo cada 10 ó 12 años, salir a cenar alguna que otra vez). Algunas veces no obstante los lobos atacan el redil y se cobran una víctima entre los nuestros: un desahucio, unas preferentes, una cláusula suelo.

Estaríamos más tranquilos si hubiera un pastor. Pero no lo hay o, de haberlo, es ciego o se lo hace. O reconoce abiertamente que no puede hacer nada contra la fiereza de la manada de lobos, que no dispone de medios ni de recursos suficientes para defendernos. Ocurre que, de cuando en cuando, el pastor consigue rechazar un ataque, como aquella juez de Valencia que condenó a Bankia por vender preferentes a un enfermo de Alzheimer.

También hay pastores que refuerzan la valla y los tablones del redil y hacen lo que pueden por garantizar, en la medida de lo posible, aunque sea un poco, nuestra tranquilidad. Como ha hecho la Junta de Andalucía el Decreto Ley para asegurar la función social de la vivienda. Pero los lobos, además de fuertes, son listos y no se arrugan. Se reorganizan y vuelven a atacar. Insisten una y otra vez. Usan todos los medios a su alcance para conseguir su botín. Por ejemplo, recurriendo ante el Tribunal Constitucional.

Incluso, en casos flagrantes donde los haya, hay lobos que se hacen pasar por uno de los nuestros. Esos dan miedo de verdad. Y asco: bajo su aspecto apacible y amigable, afilan sus colmillos, a la espera de una oportunidad para descubrirse tal y como son. Mientras llega, nos tragamos sus mentiras y nos van haciendo más y más débil, y el redil más y más pequeño. Y ocurre que, hasta sabiendo que son lobos, que nos han asaltado, robado, mordido y mutilado, que su instinto siempre le impulsará a degollarnos al menor descuido, nos dan tanta pena que somos capaces de reunir firmas entre nuestros amigos y vecinos del redil para solicitarle al pastor un indulto, como la petición que se está promoviendo para Del Nido. Ya nos vale.

Al final tiraremos para adelante, como hemos hecho toda la vida. Los que tengamos la suerte de no haber resultado heridos o devorados por la jauría, nos tranquilizaremos, volveremos a lo nuestro, a nuestro espacio de confort y seguridad, esperando que pase mucho tiempo antes del próximo ataque. Que llegará. De eso no nos cabe ninguna duda.

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