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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Dos metros arriba, dos metros abajo

A lo mejor os parece una provocación, tal vez una demagogia fácil, y no pretende serlo. Pero llevo unos días dándole vueltas al debate sobre sacar a Franco del Valle de los Caídos y a Queipo de Llano de la Macarena, y me ha dado por pensar que si hay alguien, después de las víctimas de la represión franquista, que puede comprender por qué es importante cómo y dónde están enterrados nuestros muertos, son precisamente éstos que con uñas y dientes se oponen a que les toquen un pelo a los suyos. A que los muevan siquiera un metro más allá. A un columbario, a un ostentoso panteón familiar, da igual, aunque fuera un nicho de oro.

“No toquéis a nuestros muertos”, dicen muchos en La Macarena, en esa Basílica cuya construcción pagó el general Queipo (de nuestro bolsillo) y donde está enterrado, apenas unos pasos más allá tras franquear la puerta. “No toquéis a nuestros muertos”, dicen en el Valle de los Caídos, mientras friegan con esmero la losa de mármol bajo la cual yace el dictador. “No gastaría un euro en desenterrar a Franco”, dice el joven Pablo Casado tratando de disfrazar de austeridad su indiferencia por las víctimas.

Ellos saben, lo saben tal vez mejor que nadie, que hay una línea, una línea negra, que separa la dignidad de la humillación. La presencia del olvido. Por eso es tan importante que los que ganaron sigan descansando en sus tumbas laureadas. Y quienes perdieron, continúen perdidos. Perdidos entre las piedras y la tierra de las cunetas. Olvidados dos metros más abajo del muro al fondo del cementerio. Ellos saben lo que importa. Ellos saben lo que duele. También bajo tierra sigue habiendo un arriba y un abajo. Mis muertos sobre tus muertos. Mi honra sobre tu honra. Vencedores sobre vencidos.

A lo mejor os parece una provocación, tal vez una demagogia fácil, y no pretende serlo. Pero llevo unos días dándole vueltas al debate sobre sacar a Franco del Valle de los Caídos y a Queipo de Llano de la Macarena, y me ha dado por pensar que si hay alguien, después de las víctimas de la represión franquista, que puede comprender por qué es importante cómo y dónde están enterrados nuestros muertos, son precisamente éstos que con uñas y dientes se oponen a que les toquen un pelo a los suyos. A que los muevan siquiera un metro más allá. A un columbario, a un ostentoso panteón familiar, da igual, aunque fuera un nicho de oro.

“No toquéis a nuestros muertos”, dicen muchos en La Macarena, en esa Basílica cuya construcción pagó el general Queipo (de nuestro bolsillo) y donde está enterrado, apenas unos pasos más allá tras franquear la puerta. “No toquéis a nuestros muertos”, dicen en el Valle de los Caídos, mientras friegan con esmero la losa de mármol bajo la cual yace el dictador. “No gastaría un euro en desenterrar a Franco”, dice el joven Pablo Casado tratando de disfrazar de austeridad su indiferencia por las víctimas.