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Miguel Blesa: muerte en la cacería
La caza de Carlos Saura desembocó en La escopeta nacional de Luis García Berlanga. España lleva siglos ensayando las tragicomedias, así que nada tiene de extraño que alguien pueda soñar un thriller en torno a la extraña defunción de Miguel Blesa, en una finca de Córdoba. Que la tierra le sea leve al ser humano y la justicia haga justicia al banquero de la Gran Caja que dejó tras de si un valle de lágrimas, el de las preferentes, que se saldaron con un puñado de suicidios que no merecieron un gran despliegue mediático.
Blesa representó, en estos años de crisis de valores, el rostro enmascarado de la deuda privada pagada con dinero público. ¿Solo? Desde luego que no, en compañía de otros que ahora posan en el fotocol de los juzgados españoles o que permanecen en la tranquilidad de sus mansiones, suponiéndose inocentes aunque lleven también sus manos sucias.
En medio siglo mal contado, hemos pasado de la cruenta familia de Pascual Duarte a los delitos de cuello blanco que tan bellamente angustiaban a Rafael Chirbes. Algo hemos ganado en ese proceso relativamente lento: de los paredones sumarísimos hemos llegado a las piezas sumariales. El conejo en blanco y negro que corría por su gazapera en la película del director aragonés se convirtió en los porteros automáticos impuestos por decreto ley que José Sazatornil Saza intentaba conchabar con un tecnócrata del Opus en el glorioso technicolor del cineasta valenciano. De aquellos lodos, estas lluvias torrenciales. En el pasado, tendimos las trampas furtivas de las españolísimos Caín y Abel, en cualquiera de nuestras frecuentes guerras fratricidas. Pero, durante las últimas décadas, la montería era distinta: los galgos del poder fueron entrenados para la corrupción y ya no husmeaban necesariamente sangre sino tinta de la Casa de Moneda y Timbre.
Durante los últimos años, los imputados en algunos de los más estremecedores casos de trincalina en el país del Buscón y de Rinconete y Cortadillo, aparecen muertos en extrañas circunstancias, desde la soledad de un hotel a una dolorosa desaparición que concluye con una motocicleta caída en un barranco.
La soledad se llamaba ayer Miguel Blesa. Y Muerte en la cacería cabría titular a lo Agatha Christie un imposible filme en el que lo de menos sería especular en su sinopsis si se trató de un accidente, de un asesinato o de un suicidio. En cualquier caso, el espectador sabría desde el principio que se trata de un crimen: el que hay detrás de cada fortuna, según Honoré de Balzac. Las víctimas del saqueo, por ejemplo, frente a algunos de sus verdugos de cuello blanco, que carecen incluso de mala conciencia y siguen exhibiendo su lujo con la altanería propia de aquellos que se sueñan impunes aunque de tarde en tarde dejen de serlo.
Otra jauría, la de los buitres, sobrevuela ya el cementerio de Linares, en donde reposarán los restos de Miguel Blesa. En los próximos días, quizá nos veamos inundados de datos que pretenderán tal vez ocultar las preguntas importantes. Sólo la melancolía nos llevará a lamentar tal vez dónde quedan las glorias del pasado, su amistad con José María Aznar, la boda de El Escorial, que pasó de las páginas del Hola a las de El Caso. ¿Ubi sunt el palco del Real Madrid, la irreal sociedad, los 23.000 millones de euros del agujero de Caja Madrid, el banco de Miami? ¿Qué se hizo de los dos millones de euros de fianza que apoquinó en horas veinticuatro como si los guardara en un calcetín bajo una baldosa? ¿Qué fue de aquel medio millón de euros a cargo de las tarjetas black, que tuvo que pagar finalmente de su bolsillo hasta el punto de quedarse tan a dos velas que se avino a realizar él mismo las labores del hogar porque, según lloraba, no tenía con que pagar al servicio?
Aquel andaluz elegante que nos dejó ayer en la soledad de una finca sin manifestantes airados a la puerta, quizá no fuera más que un banquero por encima de sus posibilidades. Miguel Blesa la palma y nace su silencio. Ha muerto de un disparo otro testigo de cargo. A la justicia le toca ahora impedir que alguien pueda sentirse beneficiado de su desaparición. Ni Saura ni Berlanga incluyeron jamás, en sus guiones una frase que suele pronunciarse sin embargo en las películas policíacas y que tampoco habría que descartar para esta: convendría, querido Watson, seguirle la pista al dinero.