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La peste de la xenofobia y el racismo

Migrantes llegados en cayucos a la isla canaria de El Hierro.

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Por no empezar por el papa Bergoglio y sus cristianas palabras dirigidas a sus, tal vez, no tan devotos cristianos y feligreses sobre la inmigración; eso se lo dejo a los católicos. Por no seguir con las protestas de cristianos bien por la apertura a iniciativa del Arzobispado y cofradías de Sevilla de un centro de noche para personas sin techo, muchos de ellos inmigrantes. Por no detenerme en la miserable manera de enfrentarse que han encontrado las derechas más ultramontanas y las izquierdas más temerosas de las urnas para ganar adeptos y no educar a los hijos del chovinismo nacionalista y otras maneras de ignorancia e intolerancia sobre la inmigración. Por esas razones y ciertas otras, empezaré por Marco Tulio Cicerón.

Como la historia siempre se repite, sobre todo protagonizada por los más miserables, mirémosla. Cicerón, el gran pensador, orador y jurista romano, cuya familia original, en su momento, también fue naturalizada romana, se vio envuelto en la defensa en el Senado de los derechos ciudadanos de un gaditano; a los enemigos de Julio César, hoy diríamos la oposición, no se les ocurrió mejor estrategia política para atacarlo que golpearlo en las espaldas de uno de sus amigos íntimos, un extranjero al que conoció en la Bética, al que algunos años antes, Pompeyo había concedido la ciudadanía romana. Su nombre era Lucio Cornelio Balbo. Este ciudadano se convertiría más tarde en el primer cónsul –el copresidente de la República– de origen no romano. De Gades. “Acoger gentes de fuera y tratarlas como iguales resulta mucho más fortalecedor que debilitador para Roma”, sostuvo un triunfante Cicerón en su alegato.

En una de sus intervenciones en otro de tantos pleitos, Cicerón, refiriéndose a los poetas nacidos en Córdoba, decía con ironía que su acento sonaba como seboso y extranjero. ¡Ay!, los Séneca, Lucano... Ni los emperadores se libraron de la xenofobia; los rechazos fueron, no obstante, más ácidos antes de que alcanzaran esas altas magistraturas, luego acabarían encantados con su acento. En Vita Hadriani, se refiere que Adriano, que entonces era solo cuestor, responsable o ministro de asuntos fiscales, tuvo que soportar en una especie de comparecencia parlamentaria el cachondeo senatorial por su manera de pronunciar el latín, agrestius pronuntians risus esset.

Pierre Bourdieu se refiere con insistencia a la peste de la glotofobia como arma de la xenofobia, el desprecio a los acentos del inmigrante trabajador y débil, o no, pongamos a los sicilianos Andrea Camilleri o Leonardo Sciascia como ejemplo

Adriano, como su predecesor Trajano, era originario de la Bética, de Itálica; de madre gaditana, Adriano. Tanto el uno como el otro, más Marco Aurelio, también de familia bética, fueron tres de los Cinco Emperadores Buenos, los más importantes de la mejor época. Si siguiéramos en el tiempo, con el rastro de las identidades, hay algo poco conocido y curioso para la historiografía discontinua que decía Jorge Luis Borges: se han encontrado documentos escritos en romance andalusí atribuidos al cordobés Maimónides. Como cada día demuestran más evidencias, la gente se entendía en este romance meriodional o latiniya y sonaba diferente, aunque los ilustrados escribieran en las lenguas viajeras de prestigio, árabe, hebreo, latín o griego. No consta cachondeo con el sabio andalusí.

Pierre Bourdieu se refiere con insistencia a la peste de la glotofobia como arma de la xenofobia, el desprecio a los acentos del inmigrante trabajador y débil, o no, pongamos a los sicilianos Andrea Camilleri o Leonardo Sciascia como ejemplo; para el sociólogo francés, se trataba de una de las maneras más sutiles de racismo, quizá porque él mismo la padeció por su condición de hablante materno de occitano en el Bearne, de donde era originario, como también la padecían –recuerda– los camareros vascofranceses en París. Decía Bourdieu que el Estado produce un nacionalismo dominante y expulsa a los que no forman parte de su paradigma, sea por motivos étnicos, económicos, culturales, históricos, religiosos, lingüísticos… La otra cara es que crea otro u otros nacionalismos por reacción inducida del estigma. La estrategia del dominante es siempre el estigma, la exclusión, la criminalización del otro, el negro, el moro, el xarnego, los pobres, la necesidad de un enemigo exterior.

Balbo, gaditano, Trajano y Adriano, hispalenses, Marco Aurelio, también de familia bética, Séneca y Lucano, cordobeses, Columela, gaditano, todos béticos y muchos más, como de toda la periferia de la República y el Imperio; sin estos emigrantes, sin su cultura original, sus creencias, su acento, el tono de su piel, su imaginación y lucidez política, científica, artística, literaria, su aventura migratoria, la gran Roma hubiera sido otra cosa y si permiten la relajación dialectal andaluza, con permiso del Senado, y con ánimo expansivo, un mojón pinchao en un palo. 

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