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Las primeras fichas en caer

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El símil del mito de Sísifo, el de subir trabajosamente un peñasco a la cumbre para dejarlo caer rodando hacia el valle y vuelta a empezar, vale para muchas circunstancias. La más extrema es la inmolación de una guerra, y ahora la tenemos delante en Ucrania, donde el inútil destrozo de vidas y ciudades emplaza todo al punto de partida. La recuperación tras lo peor de la pandemia se ha interrumpido de manera abrupta. No solo se están recolocando las placas tectónicas de la geopolítica; también habrá, ya la hay, una variación sustantiva de las prioridades que, de momento, se traduce en el súbito aumento del gasto militar de los países y bloques concernidos, y el consecuente atraso de los propósitos medioambientales contra el cambio climático, la inversión en la ciencia o los avances sociales. Eso sin contar con la onda expansiva que ha removido la economía, de efectos funestos en la inflación. Otra vez ante el precipicio.

En aquella crisis económica se impuso, a la manera de certezas incuestionables, la idea de que en tiempos de angustia y recortes, la igualdad de género es secundaria, así como que seguridad y confianza están ligados inexorablemente al universo masculino

A las mujeres nos sientan muy mal estas cosas, tanto como la tradición (en la que nuestro papel es de comparsa, cuando no de víctima), porque las políticas que persiguen la igualdad suelen ser las primeras en encajar el golpe de las nuevas urgencias e inaugurar la hilera de fichas del dominó que se van desplomando. La Gran Recesión impactó de lleno en ellas, incluso en el feminismo como movimiento, cuya popularidad se hundió en un coma inducido del que despertó años después con la espectacular irrupción de la cuarta ola del Me too y el escándalo de la sentencia inicial de La Manada. En aquella crisis económica se impuso, a la manera de las certezas incuestionables, la idea de que en tiempos de angustia y recortes, la igualdad de género es secundaria, así como que los conceptos de seguridad y confianza están ligados inexorablemente al universo masculino. De hecho, el Gobierno andaluz de entonces, de signo socialista, eliminó sin que se moviera ni una hoja la Consejería de Igualdad que se había creado en la anterior legislatura.

La avanzadilla respecto a lo accesorio y prescindible que resulta la causa de la mujer en trances difíciles la acaba de protagonizar Isabel Díaz Ayuso, con su sugerencia de dedicar los fondos del plan estratégico de igualdad del Gobierno de la nación a destinos más importantes, pese a que consiste en una actuación transversal a largo plazo (cuatro años) que incluye medidas educativas, sanitarias y laborales de amplio espectro. Núñez Feijóo le puso la guinda de seriedad varonil que corta de un tajo las supuestas zarandajas del feminismo: “Es una cuestión de prioridades, en un momento en que no podemos pagar el precio de la luz, las fábricas están cerrando, los barcos no pueden salir a faenar y los sectores agrarios no pueden pagar la factura del combustible”. De nuevo el impulso para corregir atávicas injusticias de género asimilado como un adorno frívolo, con el añadido del escarnio de la caricatura y la habitual ridiculización.

Las mujeres no somos una minoría sino la mitad del planeta. Sin embargo, en las negociaciones y componendas de cualquier índole rampamos siempre en los márgenes como un asunto supletorio

Se trata de una constante de la historia. A cada conquista, a cada mutación transcendente, le sigue una reacción involutiva. Pasó con  la emancipación alcanzada con la República, a cuyo término la mujer española fue prácticamente abolida como ser social en la oscuridad del franquismo, o con el fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa y EE UU, cuando miles de trabajadoras fueron obligadas a regresar a sus hogares para dejar el sitio expedito a los hombres. Aún hoy vemos a diario en medio mundo cómo son ignorados los derechos humanos y civiles de las mujeres, tal si fueran cuestiones culturales de segundo orden con las que hay que tener paciencia. Lo habitual es que se esgriman argumentos gradualistas que llevan siglos flotando en el ambiente y pidiendo comprensión. Ahí está el ejemplo de Afganistán, país en el que la población femenina, sacrificada en la guerra y también en la paz, ha sido entregada a un régimen bárbaro con la indiferencia y la pasividad de la comunidad internacional

Las mujeres no somos una minoría sino la mitad del planeta. Sin embargo, en las negociaciones y componendas de cualquier índole rampamos siempre en los márgenes como un asunto supletorio. Al rubricarse el acuerdo de PP, Ciudadanos y Vox que ha otorgado tres años de estabilidad al Ejecutivo de Moreno Bonilla en Andalucía, las políticas de igualdad de género fueron el precio, la moneda de cambio y, sorprendentemente, a buena parte de la opinión publicada le pareció “dentro de la estricta lógica política”. Aunque con la ruptura del pacto, tanto PP como Ciudadanos intentan desligarse a marchas forzadas de las medidas nocivas que han permitido (y en algunos casos, alentado), el olvido va a resultar complicado, puesto que el flamante gobierno de coalición con los ultras en Castilla y León (donde sus exigencias se han mimetizado con las andaluzas) las va a mantener de plena actualidad.

Vox sabe muy bien lo que hace y hacia dónde dirigir sus cañones. Abatir el enfoque de género es cambiar el rumbo. La ofensiva al feminismo es en realidad un ataque a la calidad de la democracia y sus valores compartidos: libertad, igualdad,  justicia, solidaridad  y rechazo de la violencia, como dice la profesora Amelia Valcárcel. Con el volantazo global que ha supuesto la invasión rusa de Ucrania, las luces de alerta de las políticas de la igualdad en España y su entorno vuelven a ser rojas. No lo permitamos en esta ocasión, evitemos retroceder como Sísifos desquiciados a la falda de la montaña. Habrá que estar muy atentas y atentos, y no dejar pasar ni una. Va en ello el futuro.   

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