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Si nos queda el amor
Hace veinte años decidí que nunca volvería a vivir en una gran ciudad. Me marché de Madrid a los pocos meses de que una pareja de amigos se instalara en Granada, donde los visitaba a menudo. Sólo entonces tomé conciencia de cómo en una gran urbe se pueden deshumanizar las relaciones personales, de cómo hemos construido ciudades que exigen enormes esfuerzos para mantener los vínculos afectivos, que cuesta entender que en esos atestados vagones del metro los extraños que te acompañan son también tus vecinos. Hacer comunidad en una gran ciudad supone un empeño diario que no dejo de admirar. Pero te consume, al menos a mí. Y sopesé: abandonar el meollo de todo, donde estaban las oportunidades laborales, el mundillo literario, la familia, los amigos y tantas otras cosas que me importaban. Abandonar todo ello para que el desplazamiento al trabajo no se llevara buena parte de mi día, para que el alquiler de mi vivienda no me condenara a pisos claustrofóbicos o convivencias forzadas, para que a golpe de pedalada tuviera todo a mano, para que ver a los amigos no requiriera intricados mecanismos hasta cuadrar las agendas.
Hubo épocas en que uno dudó de su decisión, en que, ya antes de la crisis, en ciudades como Granada, y luego Málaga, donde me mudé en 2007, conseguir un contrato precario y vergonzoso, de los que abundaban en Madrid, por ejemplo en el telemarketing, ni siquiera parecía una opción. Pero nunca me arrepentí. Con menos que en Madrid, vivía igual que allí. Y sobraban fuerzas para montar proyectos políticos similares, siempre en coordinación con otras ciudades, y siempre, de nuevo, admirando el tesón de los compañeros de las megaurbes.
Dieciséis metros
Hace unos pocos meses mi pareja y yo compramos una vivienda en Málaga. Tengo cuarenta y cinco años, y con mi situación laboral, o a la que aspiraba en Madrid, no me habría sido posible allí, ni siquiera con la misma ayuda económica que nos han brindado nuestras familias. Es un piso modesto, que apenas llega a los 70 m², en una barriada de viviendas sociales que el franquismo construyó en el año cincuenta. La antigua propietaria había cerrado la terraza del piso para convertirla en una sala de estar, pero nosotros decidimos recuperar esos 16 m² y perder espacio interior. Durante esta cuarenta, 16 m² nos convierten en unos privilegiados.
A lo largo de cada uno de estos días pensamos, en primer lugar, en nuestras familias. La abuela de mi pareja tiene 97 años, vive en Guadalajara, a veinte minutos del epicentro, y en la actualidad la debe acompañar una de sus hijas, enfermera en un hospital de la ciudad. El miedo, supongo, puede ser peor que el confinamiento. Mi padre (73 años) vive solo en su pueblo manchego, lo mismo que su hermano, que con 79 años acaba de ser hospitilzado. Mi hermana y mi sobrina, al otro lado del Atlántico, en el Estados Unidos de Trump, desconcertadas, sin saber cuándo podrán regresar: mi hermana es profesora de un instituto, ahora cerrado, e ignora hasta qué fecha deberán alargar el curso. Pienso en otros amigos y amigas de la familia, ahora solos, algunos en esos pisos de Madrid, interiores, de cuarenta metros. Varios ya han recibido la noticia de fallecimientos entre sus allegados. Me acuerdo de mi amiga Noe, también sola, que acababa de empezar la rehabilitación, ahora suspendida, después de una rotura de tibia y peroné. Pienso en otro amigo cuya pareja llevaba un par de meses con quimioterapia por un cáncer agresivo, y me estremezco al imaginar cómo estarán en casa, con varios hijos, extremando todas las precauciones. Y pienso, claro, en todas y todos los que están en primera línea, al límite de sus fuerzas.
Nosotros estamos bien de salud, no tenemos hijos a los que ver sufrir con el encierro, nuestra muy precaria situación económica al menos no ha empeorado sustancialmente, tenemos Internet para ver a nuestros sobrinos, a nuestros padres y hermanas, salimos cada día a la terraza, leemos y hacemos ejercicio en ella. Y pensamos, cómo no, en la gente que no conocemos, en gente enclaustrada en casa con situaciones dramáticas, irrespirables, violentas, en gente sin ingresos y aterradas por el futuro, en gente sin casa siquiera, en tanta gente en los márgenes que uno cree que con este empujón ya se despeñarán. A veces, como todo el mundo, nos venimos abajo, pero luego nos da la risa con el cachondeo que montan los vecinos a las 20:00, y que ya poco tiene que ver con el sentido original de las caceroladas, sino más bien con darnos ánimos los unos a los otros.
Nosotros nos despertamos cada mañana y nos miramos sabiendo que este día también será idéntico al de ayer, pero que hemos tenido suerte, que no hace tanto que nos conocimos, que nos queremos con una intensidad que desconocíamos y que esto nos ha pillado juntos y en casa. Y entonces nos levantamos. Tampoco hoy nos quejaremos una sola vez.
Hace veinte años decidí que nunca volvería a vivir en una gran ciudad. Me marché de Madrid a los pocos meses de que una pareja de amigos se instalara en Granada, donde los visitaba a menudo. Sólo entonces tomé conciencia de cómo en una gran urbe se pueden deshumanizar las relaciones personales, de cómo hemos construido ciudades que exigen enormes esfuerzos para mantener los vínculos afectivos, que cuesta entender que en esos atestados vagones del metro los extraños que te acompañan son también tus vecinos. Hacer comunidad en una gran ciudad supone un empeño diario que no dejo de admirar. Pero te consume, al menos a mí. Y sopesé: abandonar el meollo de todo, donde estaban las oportunidades laborales, el mundillo literario, la familia, los amigos y tantas otras cosas que me importaban. Abandonar todo ello para que el desplazamiento al trabajo no se llevara buena parte de mi día, para que el alquiler de mi vivienda no me condenara a pisos claustrofóbicos o convivencias forzadas, para que a golpe de pedalada tuviera todo a mano, para que ver a los amigos no requiriera intricados mecanismos hasta cuadrar las agendas.
Hubo épocas en que uno dudó de su decisión, en que, ya antes de la crisis, en ciudades como Granada, y luego Málaga, donde me mudé en 2007, conseguir un contrato precario y vergonzoso, de los que abundaban en Madrid, por ejemplo en el telemarketing, ni siquiera parecía una opción. Pero nunca me arrepentí. Con menos que en Madrid, vivía igual que allí. Y sobraban fuerzas para montar proyectos políticos similares, siempre en coordinación con otras ciudades, y siempre, de nuevo, admirando el tesón de los compañeros de las megaurbes.