Desde finales de enero han adquirido notable relevancia las reclamaciones que diversas organizaciones de ganaderos y agricultores están materializando a través de numerosas protestas en el Estado español.
Las reivindicaciones sobre la obtención de precios justos por la producción, la regulación que evite la especulación por parte de las distribuidoras o el acceso a ayudas económicas y subvenciones no son nuevas, aunque sí aparecen con renovada intensidad, ya que el sector se encuentra al límite de la rentabilidad. Además, algunos partidos políticos del arco más conservador y reaccionario han aprovechado la ocasión para criticar la subida del salario mínimo interprofesional, responsabilizando al Gobierno de aumentar aún más los costes de producción de tan sufrido sector.
Pero la realidad es que la situación es fruto, principalmente, de las consecuencias de un modelo económico de agronegocio que promueve la desregulación del mercadoagronegocio, en favor de las grandes distribuidoras, que son quienes acaban beneficiándose y controlando las condiciones de producción.
No obstante, la cuestión es compleja y requiere integrar elementos que no están siendo suficientemente visibilizados en las protestas, ni en las negociaciones para encontrar medidas que puedan aliviar la situación.
Abusos
La realidad del sector primario no puede ser afrontada en su totalidad sin incluir la participación de la población migrante. Llama la atención que no haya alusiones a este colectivo en las reivindicaciones, siendo vital para el sector y necesitando también mejorar su acceso a derechos y protección. La explotación de personas migrantes en situación administrativa irregular principalmente, aunque también de quienes poseen permiso de residencia, ha sido un elemento tristemente frecuente en el trabajo del campo. La precariedad y explotación laboral de personas migrantes ha permitido que las productoras agrarias abaratasen sus costes en origen. Esta situación ha favorecido los intereses de las grandes distribuidoras que han logrado aumentar cuota de mercado, sin que los productores agrarios vean reducidas de forma notable sus beneficios. Pero no sólo se han cometido abusos en la cuestión salarial, la situación general de las personas trabajadoras migrantes del campo es a menudo precaria e insegura; viéndose habitualmente obligadas a residir en chabolas o infraviviendas. Hace unos días, Philip Alston, relator especial de Naciones Unidas sobre pobreza extrema, destacaba en las conclusiones preliminares de su valoración de la situación de España, las pésimas condiciones de vida de los jornaleros y jornaleras que residen en un campamento de trabajadores migrantes en Huelva.
Tampoco aparecen en las reivindicaciones referencias a la mejora de la situación de las mujeres que trabajan en el sector; estas suponen un 40% de las altas dentro del Sistema Especial Agrario y no sólo están afectadas por uno de los índices de mayor brecha salarial con respecto a los hombres (64% según el informe Gestha 2018), la discontinuidad en la cotización o la dificultad de compatibilizar las jornadas intensas con los cuidados son elementos a tener en cuenta.
Beneficios a toda costa
De especial gravedad es la situación de las mujeres migrantes, puesto que a todo lo anterior, podemos añadir las denuncias efectuadas por jornaleras marroquíes de la fresa en Huelva, hace algo más de año y medio. Fueron numerosas las quejas expuestas, desde explotación laboral a abuso sexual. Aunque varios procedimientos están por concluir, otros se han archivado en medio de un calvario judicial para las denunciantes que pocas soluciones de protección y reparación están provocando.
Estas cuestiones tienen mucho que ver con el modelo de explotación agroindustrial actual, basado en planteamientos globales que proceden del mercado financiero y promueven la maximización de beneficios a toda costa.
Más allá de los efectos en las condiciones de las personas productoras y trabajadoras, se encuentra el impacto que tiene la expansión de monocultivos útiles para las corporaciones de comercio trasnacional, o la reducción de la diversidad de especies en la ganadería, haciéndolos vulnerables a enfermedades e infecciones. Se pone en riesgo así la sostenibilidad ecológica de la producción de alimentos, no sólo la rentabilidad económica del productor.
El modelo corporativo del “agronegocio” está atravesado por todas las trampas del capitalismo neoliberal globalizado, así que sería interesante incorporar en las reivindicaciones y propuestas que estos días están sobre la mesa, herramientas que puedan promover otros modelos ecosociales orientados a la soberanía alimentaria, como destino y garantía para el sector y quienes en él participan.
0