El 29 de diciembre de 2023 Sudáfrica presentaba formalmente una demanda tan histórica como heroica ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Pese al silencio cómplice de la comunidad internacional, el pueblo sudafricano, que durante décadas sufrió el horror del racismo y de un brutal régimen de apartheid, ha sido el único que se ha atrevido a acusar a Israel de actos de genocidio contra el pueblo palestino en Gaza. La demanda condenaba “inequívocamente todas las violaciones del derecho internacional, incluidos los ataques a la población civil israelí y la toma de rehenes por parte de Hamás y otros grupos armados” y, no obstante, recordaba igualmente que “ningún ataque armado al territorio de un estado puede justificar la vulneración de la Convención de 1948 para la Prevención y Sanción del Crimen de Genocidio”.
Apenas unos días después supimos que el gobierno alemán quería intervenir en el proceso judicial como parte indirecta y en favor de Israel, negando la existencia de un genocidio en Gaza. ¿Quién mejor que Alemania para opinar con conocimiento de causa sobre lo que es un genocidio? -debió de pensar alguien-. Alguien que tal vez no tenía presente los execrables actos cometidos por el Imperio Alemán en el territorio de la actual Namibia, en lo que ha venido a definirse como el primer genocidio del siglo XX.
Pero, ¿qué sucedió en Namibia hace ya más de un siglo?. En 1884 las potencias europeas celebraron la Conferencia de Berlín, que en la práctica les sirvió para repartirse los territorios africanos aún no conquistados. Y Alemania, que no poseía un imperio colonial comparable al inglés o al francés, consiguió hacerse con una serie de posesiones entre las que destacaban lo que entonces se denominó África Sudoccidental Alemana, y que viene a corresponder con el territorio de la actual Namibia.
Como sucede en todo proceso colonial, el dominio alemán supuso inmediatamente el robo de tierras y riquezas y el establecimiento de un sistema legal en el que los intereses de los alemanes recién llegados al continente africano tendrían absoluta prevalencia frente a los derechos de la población local. Un simple ejemplo: en los tribunales constituidos en la zona, el testimonio de un europeo blanco equivalía al de siete africanos. El genocidio propiamente dicho, no obstante, no comenzó hasta 1904, tras la revuelta de los Herero y los Nama, dos de las etnias que habitaban la región y que se habían levantado contra las condiciones impuestas por los ocupantes.
Disculpas en 2021
El general Lothar Von Trotha, encargado de reprimir la rebelión y posteriormente condecorado por el nazismo, dictó a sus tropas una orden de exterminio que literalmente afirmaba que “todo herero que se encuentre dentro de territorio alemán, armado o desarmado, será fusilado”, a lo que añadió que “no se permitirá que permanezcan en el territorio mujeres y niños y se les expulsará o serán pasados por las armas”. La consecuencia de esta política fue el asesinato de más de 60.000 hereros y de unos 10.000 nama, lo que equivalía respectivamente al 80% y al 50% de sus poblaciones.
Pero no quedó ahí la cosa. A los supervivientes se les internó en campos de concentración, donde fueron esclavizados y donde muchos murieron literalmente de hambre. Tras sus muertes, sus cuerpos eran seccionados para enviar hasta Alemania cráneos, ojos, penes y otras partes de sus cadáveres, con el propósito de demostrar científicamente en las universidades alemanas la superioridad de la raza blanca. Para muchos historiadores contemporáneos, el genocidio de las poblaciones locales de Namibia fue un precedente del genocidio puesto en marcha varias décadas después en Europa por la Alemania nazi.
Aunque ya en 1985 la ONU reconoció, a través del Informe Whitaker, que Alemania había intentado exterminar a los pueblos herero y namaqua, no fue hasta 2021 cuando el Estado alemán por fin reconocía y se disculpaba por el genocidio practicado en Namibia. Alemania, no obstante, se negó a indemnizar individualmente a las víctimas y a sus familias.
Reivindicar la perspectiva
Hage Geingob, actual presidente de Namibia, ha afirmado recientemente que “el gobierno alemán aún no ha expiado plenamente el genocidio que cometió en suelo namibio” y ha señalado “la incapacidad de Alemania para extraer lecciones de su propia historia”. Pero tal vez no se trate solo de un problema de Alemania, sino que afecta a la mayoría de países occidentales, quienes han preferido mirar hacia otro lado pese a que más de 26.000 personas, entre ellas más de 10.000 niños y niñas palestinas, han muerto a causa de los bombardeos israelíes. Y no ha sido Alemania el único país europeo que ha cuestionado las acusaciones de genocidio realizadas por Sudáfrica, sino que también Francia, con una sangrienta y nada edificante historia colonial a sus espaldas, ha salido en defensa de Israel.
Aquellos países y aquellas sociedades que hemos sido metrópolis, que hemos expoliado las riquezas y los recursos de otros pueblos a los que considerábamos inferiores o atrasados, no solo no somos aún capaces de comprender y juzgar nuestra propia historia, sino que seguimos atados a dobles raseros morales a la hora de analizar el presente. Y, en este sentido, hay que reconocer e incluso reivindicar la perspectiva que nos ofrecen aquellos países que han sufrido en primera persona el horror de la colonización, que han visto como sus tierras eran robadas y sus posesiones saqueadas y que han sido incluso víctimas de formas de discriminación que incluían hasta su propio exterminio físico.
Allá por 1997 Nelson Mandela lo afirmó con una claridad meridiana: “Sabemos demasiado bien que nuestra libertad está incompleta sin la libertad de los palestinos”. Y esta es la lección que Europa y el resto del mundo debería extraer del proceso que se está viviendo en la Corte Internacional de Justicia: nuestra libertad no podrá ser plena mientras, por acción u omisión, seamos cómplices de la opresión de otros pueblos.
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