Se cumplen 72 años desde que la ONU aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Una conmemoración marcada por una crisis sin precedentes cuyo origen inmediato es la extensión de la COVID, pero que hunde sus raíces en las profundas injusticias y desigualdades que laceran nuestro mundo.
Porque lo cierto es que la COVID aprendió a discriminar. No, la COVID-19 no afecta a todo el mundo por igual.
Es sabido cómo el virus está afectando mucho más a las personas afroamericanas en EE. UU. que al resto de la población. El virus quizás no distinga entre clases, sin embargo, se extiende y afecta especialmente a la gente en situaciones de pobreza, que viven en condiciones más precarias, en peores escenarios de salud y por tanto con mayor riesgo de contraer enfermedades de todo tipo y menos posibilidades de recuperarse.
Con un sistema público que hace aguas por todos lados, en efecto la pandemia no afecta igual a niños y niñas que se quedaron sin escuela en marzo porque no pudieron acceder a la enseñanza telemática y seguramente además perdieron el comedor que les garantizaba una comida digna al día, que a los que se pueden pagar colegios de élite y no carecen de nada en casa.
Tampoco afecta de la misma forma a quienes apenas pueden acceder a la cita con el personal médico en un sistema público de salud heroico pero abandonado, colapsado y sin recursos, que a quienes tienen a su disposición centros privados a los que acuden sin cita previa.
Incluso el derecho a la protesta no se ejerce de igual forma en el caso de residir en el barrio de Salamanca o en Vallecas. Y naturalmente no es lo mismo que te vayas a manifestar contra la Ley Celaá en cuyo caso no rigen los cierres perimetrales, o que lo hagas por cualquier otra reivindicación social o ecologista.
Sí, la pandemia ha tenido consecuencias devastadoras en el cumplimiento y protección de los derechos humanos. Especialmente los de los sectores sociales que partían ya de una previa situación de extrema vulnerabilidad. El último informe AROPE, con cifras previas a la COVID, nos desvela que el 31,3% de la población andaluza está en riesgo de pobreza y que el 5,9%, casi medio millón de andaluces y andaluzas, en condiciones de Privación Material Severa.
Nuestros ancianos y ancianas en las residencias (estremece hasta el horror comprobar que han muerto en torno a 28.000 de nuestros mayores infectados por el coronavirus en las residencias de mayores) y fuera de ellas, las personas migrantes irregulares, mujeres que trabajan en el servicio doméstico, sobre todo internas, los sectores laborales precarizados, trabajadoras sexuales, vendedores ambulantes y en general cuantas personas se encontraban en situación de mayor riesgo de exclusión, son las que más duramente están siendo golpeadas por la crisis.
Lamentablemente, hemos podido constatar lo que ya sabíamos, y es que, en esta como en todas las grandes crisis, siempre pierden los más débiles, los más humildes, los que tienen menos posibilidades de resistir. Este sistema se ha demostrado incapaz de proteger a la ciudadanía porque está construido sobre la avaricia y la codicia, las necesidades del mercado y el afán desmedido de lucro. Un sistema que olvida a la mayoría de las personas en beneficio de unos pocos.
Este mismo sistema basado en esos valores depredadores, no sólo no parece capaz de enfrentarse, sino que por el contrario profundiza la grave emergencia climática y crisis medioambiental que padece el planeta, cuya urgencia ya casi nadie niega y que a veces se manifiesta de forma más o menos directa en pandemias como la que ahora sufrimos.
La COVID ha tenido la virtud de desenmascararlo, de sacar a la luz pública sus vergüenzas. La COVID ha puesto en cuestión muchas de las certezas que nos presentaban como inmutables.
Las medidas paliativas tomadas hasta el momento por el Gobierno, con ser positivas, como la extensión de los ERTE, la paralización de los desahucios o el Ingreso Mínimo Vital (que por cierto está demostrando su falta de ambición y su gestión burocrática engorrosa y excluyente) están siendo muy insuficientes.
Si algo ha demostrado esta crisis pavorosa, es la necesidad de fortalecer los servicios públicos, la sanidad, la educación pública, los servicios sociales, las políticas de protección, abandonando la pulsión neoliberal que pretende desmantelarlos y privatizarlos para favorecer el lucro indecente de unos pocos a costa del bienestar y la vida digna de la inmensa mayoría.
También ha puesto de relieve la pandemia la solidaridad de mucha gente que se ha lanzado a ofrecer ayuda y asistencia a quienes peor lo estaban pasando porque las administraciones ni estaban ni se las esperaban. Una solidaridad que sin duda nos honra como sociedad y nos ennoblece, aunque al tiempo hayamos contemplado estupefactos cómo la derecha extrema alimentaba la confrontación y el discurso del odio, poniendo en cuestión la democracia y los derechos humanos.
En todo caso, no debemos olvidar en este Día Internacional de los Derechos Humanos, que tenemos que seguir empujando para conseguir cambiar este sistema injusto y depredador para que todas las personas vean respetados sus derechos y dispongan de lo mínimo indispensable para vivir con dignidad, con epidemia o sin ella.