Andalucía Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
La declaración de Aldama: “el nexo” del caso Ábalos apunta más arriba aún sin pruebas
De despacho a habitaciones por 1.100 euros: los ‘coliving’ se escapan de la regulación
Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

Cómo me convertí en vecino de Antonio Banderas: la gentrificación en primera persona

Durante las últimas semanas he estado trabajando con algunas y algunos compañeros en un análisis sobre la gentrificación y la “turistificación” en Málaga. Hemos elaborado un largo informe, plagado de datos demoledores, que muestran la brutal transformación del centro histórico de Málaga y sus devastadores efectos: la población de la almendra histórica, la zona en el interior de la antigua muralla, se ha reducido a poco menos de 5.000 habitantes, por ejemplo, que han sido expulsados para convertir el área en una atracción turística de bares, terrazas, hoteles, alojamientos transitorios, museos, tiendas de souvenires, etc.

Solo recientemente, en el marco de unas jornadas sobre arte, industria cultural y derecho a la ciudad , celebradas durante el décimo aniversario de la Casa Invisible de Málaga, caí en la cuenta, tras una conversación informal con algunos asistentes de otras capitales, de que mi experiencia personal ejemplificaba perfectamente este tipo de procesos.

En el año 2012 alquilé un apartamento en un edificio al borde de la ruina en la calle Alcazabilla, hoy epicentro del terremoto gentrificador de Málaga. Lo mismo que yo hicieron otros amigos, de modo que, excepto uno de los apartamentos, todo el edificio quedó habitado por lo que podríamos llamar una comunidad, siguiendo una pauta que ya habíamos ensayado anteriormente en otro enclave arrasado: la plaza de Los Mártires. No pudimos alquilar ninguno de los apartamentos hasta que la propiedad realizó una serie de reformas muy superficiales, lo justo para mantenerlos habitables y cobrarnos un precio de alquiler que hoy resultaría sorprendentemente económico: lo único que nos podíamos permitir.

Así era la calle Alcazabilla a mediados de 2012: el edificio justo enfrente al nuestro se encontraba en completo estado de abandono, hasta el punto de que no mucho antes había sido ocupado por un grupo de jóvenes al que una recua de matones desalojó (posteriormente fueron juzgados y condenados por agresiones injustificadas). El edificio colindante, a mano izquierda, lo usaba, si no me equivoco, la Iglesia de Santiago para ensayos de coros y algunas otras actividades, mientras que otros, de viviendas, esperaban alguna remodelación.

Debajo de mi ventana tenía un pequeño vídeoclub, que por entonces empezaba a ofrecer servicio de bar, y una cafetería especializada en desayunos, de esas que abrieron hace media vida. Había, sí, algunas terrazas poco molestas, y en la bocacalle de la esquina aún se podía comer en el Mediterráneo, especializado en platos marroquíes a precios asequibles.

De un día para otro el vídeo club se convirtió del todo en un bar, y pronto instaló un terraza que triplicaba el número de mesas que la ordenanza le permitía (el Ayuntamiento de Málaga tiene el pacto implícito con los hosteleros de mirar para otro lado). En la antigua cafetería se fueron sucediendo los bares de copas con terraza, el último a manos de un empresario (perdón, de un “emprendedor”) que se asume a sí mismo como reclamo para turistas borrachos, de modo que monta sus propias juergas los días en que juega el Málaga.

El Mediterráneo fue derruido, y en la esquina de esa bocacalle abrió un Burger King. Mientras tanto, el edifico abandonado frente al nuestro sufrió una intensa y muy ruidosa intervención que se prolongó a lo largo de un año. En la actualidad es un hotel, con un bar de moda en su azotea, a la que durante la obra se le añadió otra altura, y dos bares de terraza más en los bajos.

Mejoré mis destrezas como ciclista, porque de golpe debía sortear todo tipo de obstáculos hasta llegar a mi portal, si bien es cierto que en la misma puerta debía claudicar y apartar las últimas mesas para poder entrar. De todas formas, ¿a qué iba uno a casa? Es cierto que para leer uno acaba por acostumbrarse a usar tapones (el “emprendedor” nos dijo una vez que en casa no se estudiaba), pero ibas listo como quisieras ver una película. La siesta a casa de tu pareja, si tenías una.

Por su puesto, el Pimpi, uno de los restaurantes con más solera del centro, y que, como es sabido, no contrata mujeres si no es para la cocina y la limpieza, pero nunca de cara al público, se esponjaba hasta hacer desaparecer con sus mesas y barras de alcance toda la plaza de la Judería. Aun así, cada vez que se le queda corta la plaza, el Ayuntamiento le permite instalar escenarios para actos y actividades de autobombo.

¿Qué pasó con el edificio de la Iglesia? Durante seis meses también estuvo en obras. Lo bueno de este nuevo ruido es que nuestras casas temblaban al compás de cada arremetida de la maquinaria: doce horas al día, para que luego digan que en Andalucía no se trabaja. Tengo la sospecha de que en ese edificio se están habilitando alojamientos turísticos, lo que, teniendo en cuenta que la Iglesia no paga IBI, sería divino.

¿Y de nuestro edificio, qué queda? Mientas encuentran algo fuera del centro, aún resisten algunos amigos. La propiedad, ahora sí, quiere rehabilitar en condiciones los apartamentos y multiplicar su precio, algo que logrará si realmente invierte para evitar la ruina del inmueble. Si no le salen las cuentas, lo venderá a un fondo hotelero, no me cabe duda. Por supuesto, el piso más goloso, el que tiene una azotea desde la que, antes de la nueva altura alzada en la terraza del hotel, se veía Gibralfaro, ya se alquila únicamente por periodos a turistas de paso.

Yo aguanté hasta noviembre de 2016. En apenas 4 años había dejado de reconocer mi calle. Nadie que yo conociera podría permitirse un alquiler en las pocas viviendas que aún quedaban por la zona, si bien se habían acondicionado algunas nuevas. A los pies de una de ellas, en realidad un ático, llegaron una mañana los operarios de una empresa de mudanzas y, mediante una enorme grúa, subieron hasta el ático dos letras enormes de color rojo. Esa fue la foto de todas las primeras planas de la prensa local al día siguiente: las dos letras iniciales del abecedario, en proporciones descomunales, ascendiendo a lo más alto de la calle.

El egocentrismo kitsch de mi nuevo vecino terminó de abrirme los ojos. La gentrificación me había ganado. A toda plana.

Durante las últimas semanas he estado trabajando con algunas y algunos compañeros en un análisis sobre la gentrificación y la “turistificación” en Málaga. Hemos elaborado un largo informe, plagado de datos demoledores, que muestran la brutal transformación del centro histórico de Málaga y sus devastadores efectos: la población de la almendra histórica, la zona en el interior de la antigua muralla, se ha reducido a poco menos de 5.000 habitantes, por ejemplo, que han sido expulsados para convertir el área en una atracción turística de bares, terrazas, hoteles, alojamientos transitorios, museos, tiendas de souvenires, etc.

Solo recientemente, en el marco de unas jornadas sobre arte, industria cultural y derecho a la ciudad , celebradas durante el décimo aniversario de la Casa Invisible de Málaga, caí en la cuenta, tras una conversación informal con algunos asistentes de otras capitales, de que mi experiencia personal ejemplificaba perfectamente este tipo de procesos.