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Sobre los debates, los calores y las encuestas

Estamos ya metidos en la dinámica preelectoral típica, con el ritual habitual de discusiones acerca de los posibles pactos previos, especulaciones varias relativas a los pactos posteriores, polémicas de tono menor sobre la elaboración de las candidaturas de los distintos partidos políticos o sobre las altas temperaturas que se prevén para la fecha de las elecciones, para terminar con el alud de encuestas de todo pelaje y condición, orientadas la más de las veces a inducir y condicionar el comportamiento del cuerpo electoral y no a conocer su auténtica temperatura corporal ni sus preferencias o necesidades políticas.

A partir de la crisis económica de 2008, y en gran medida desencadenado por ella, vivimos un cuestionamiento del sistema de la democracia representativa que, en el caso de España, desembocó en un cambio del sistema de partidos gracias a la irrupción de formaciones que cuestionaban el bipartidismo y que se ofrecían como alternativas a los viejos partidos, sin que al cabo de los años hayan ofrecido nada nuevo, salvo la fragmentación y el tensionamiento de los espacios electorales. Más allá de las razones por las que esa crisis de representación afecta a la mayor parte de las democracias, a las que no son ajenas ni las limitaciones del parlamentarismo actual en una sociedad de medios y redes sociales ni el interés objetivo de los poderes financieros y mediáticos para escapar al fortalecimiento de unos poderes públicos fuertemente legitimados en su función regulatoria, lo cierto es que nos encontramos en vísperas de unas elecciones generales de una importancia innegable, y sobre las cuales merecería la pena alguna reflexión serena para intentar contribuir a que la deliberación que toda persona debería llevar a cabo antes de elegir a sus representantes sea, cuando menos, tan racional como emocional.

En ese contexto, la propuesta de la celebración de varios debates entre el presidente del Gobierno y quien tiene opciones reales de sucederle en el cargo, o entre la responsable de la política económica del Gobierno y quien sea responsable de la del PP, no es algo para despachar con alguna gracieta del tipo “es una excentricidad”, ni para hacer chistes ocurrentes como acaba de hacer Feijóo en Galicia. La democracia es, esencialmente, el sistema por el que la ciudadanía ejerce su soberanía eligiendo a sus representantes de entre las diferentes opciones que se le ofrecen, y para que esa elección se base en algo más que la simpatía o la empatía de los protagonistas es imprescindible que se debatan las distintas ofertas programáticas.

España, sus gentes, tienen derecho a saber qué le proponen quienes aspiran a gobernarles, a verles y escucharles dando argumentos y razones para defender sus propuestas y para criticar y disentir de las contrarias, tienen derecho a verles debatir, a saber qué sociedad quieren uno y otro. Tenemos derecho a saber si quieren una España donde cada persona sepa desde que nace que tiene unos derechos garantizados por los poderes públicos, o prefieren que esos derechos se los ofrezca como servicios la iniciativa privada; si quieren legar a las generaciones futuras una España sostenible en sus recursos naturales y encaminada a la transición energética, o prefieren una política desregulatoria que aboque a esquilmar nuestros recursos; una España donde cada cual aporte fiscalmente en proporción a lo que gana para poder compensar las desigualdades socioeconómicas, o les parece mejor que paguen comparativamente menos quienes más tienen, y que quien menos tiene deba buscarse la vida como pueda.

Tenemos derecho a conocer su auténtico talante personal, si saben contenerse para respetar al adversario, si nos respetan a los electores para no insultar nuestra inteligencia, o si por tal de obtener el poder están dispuestos a asumir políticas extremas

Pero la deliberación no puede ser tan sólo racional, debe ser también emocional, teniendo en cuenta los sentimientos de la ciudadanía, que está muy dispuesta a perdonar los errores que se reconocen tanto como a exhortar a quienes aspiran a gobernarnos para que sean capaces de entenderse en aquellas cuestiones en las que el interés general es el de toda España. La ciudadanía tiene perfecto derecho a saber si uno y otro tienen una idea de España en su cabeza y en su corazón, si les duele tanto la desigualdad como la injusticia, si se emocionan con las muertes de mujeres por la violencia machista o se indignan por las agresiones a personas por causa de su color de piel, su origen, o sus condiciones psicosociales, o por las causas que empujan a las personas para inmigrar a nuestra tierra. Tenemos derecho a conocer su auténtico talante personal, si saben contenerse para respetar al adversario, si nos respetan a los electores para no insultar nuestra inteligencia, o si por tal de obtener el poder están dispuestos a asumir políticas extremas y populistas.

Es verdad que el panorama no es muy alentador desde esta perspectiva: aquí no parece importar nada qué políticas se han hecho en esta legislatura, ni cuáles son los peajes que la extrema derecha propone por vía de hecho y que son asumidos con gusto por la derecha supuestamente moderada: lo único que domina el paisaje es “derogar el sanchismo”. Pero quizá sea este el momento de proclamar que más allá de eslóganes, lo que realmente está en juego es o bien continuar avanzando hacia una democracia social y de derecho que profundice y asegure desde lo público el bienestar en condiciones de igualdad para todas las personas, en la línea del socialismo democrático, o bien nos adentramos en el territorio hostil de una política conservadora y populista que mermará las capacidades del Estado de bienestar para corregir desigualdades, tanto como estrechará los márgenes para que la diversidad y pluralidad de esta España nuestra tan unida como distinta pueda seguir avanzando hacia una sociedad inclusiva en lo personal, lo económico y social y lo territorial.

Estamos ya metidos en la dinámica preelectoral típica, con el ritual habitual de discusiones acerca de los posibles pactos previos, especulaciones varias relativas a los pactos posteriores, polémicas de tono menor sobre la elaboración de las candidaturas de los distintos partidos políticos o sobre las altas temperaturas que se prevén para la fecha de las elecciones, para terminar con el alud de encuestas de todo pelaje y condición, orientadas la más de las veces a inducir y condicionar el comportamiento del cuerpo electoral y no a conocer su auténtica temperatura corporal ni sus preferencias o necesidades políticas.

A partir de la crisis económica de 2008, y en gran medida desencadenado por ella, vivimos un cuestionamiento del sistema de la democracia representativa que, en el caso de España, desembocó en un cambio del sistema de partidos gracias a la irrupción de formaciones que cuestionaban el bipartidismo y que se ofrecían como alternativas a los viejos partidos, sin que al cabo de los años hayan ofrecido nada nuevo, salvo la fragmentación y el tensionamiento de los espacios electorales. Más allá de las razones por las que esa crisis de representación afecta a la mayor parte de las democracias, a las que no son ajenas ni las limitaciones del parlamentarismo actual en una sociedad de medios y redes sociales ni el interés objetivo de los poderes financieros y mediáticos para escapar al fortalecimiento de unos poderes públicos fuertemente legitimados en su función regulatoria, lo cierto es que nos encontramos en vísperas de unas elecciones generales de una importancia innegable, y sobre las cuales merecería la pena alguna reflexión serena para intentar contribuir a que la deliberación que toda persona debería llevar a cabo antes de elegir a sus representantes sea, cuando menos, tan racional como emocional.