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Hablemos de la extrema derecha

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Según una encuesta de 40dB publicada estos días en un diario de gran tirada nacional, a la pregunta de qué opina sobre la eventual llegada de la extrema derecha a ocupar algunos ministerios en el gobierno de España, casi el 60% de los encuestados afirma que les causa preocupación o miedo. Para dar respuesta a esa inquietud ciudadana, los actores políticos que la comparten barajan opciones tales como la del cordón democrático en sus diversas formulaciones – vigente en países europeos como Francia o Alemania, por ejemplo –, el compromiso de no permitir en ningún caso su entrada en el gobierno, o la adopción de un tratamiento prácticamente unánime de rechazo a los planteamientos de una fuerza política que causa tal desazón en millones de españoles.

Sin embargo, con anterioridad a la acción política existe otro plano más inmediato, el de la reflexión cívica, en el que deseo situar mi argumentación, y es precisamente desde dicha reflexión sobre el presente y el futuro de mi país que esta coyuntura me suscita algunas cuestiones e ideas; por ejemplo, ¿cómo se explican esos sentimientos de una gran mayoría ante la posible entrada en el gobierno de esta fuerza política? No tengo una respuesta simple a esta cuestión, pero me atrevo a aventurar que la mayor parte de la ciudadanía española comparte como valores de referencia la libertad, la igualdad y el pluralismo, y por eso desconfía de que la extrema derecha estuviera dispuesta a respetar y velar por la pervivencia de dichos valores desde un eventual gobierno. Esos valores forman parte de la letra y el espíritu de nuestra Constitución, lo que explica en gran medida la percepción social de que la derecha extrema cuestiona sistemáticamente consensos constitucionales, como la vemos hacer a diario a través de expresiones pretendidamente desenfadadas y “sin complejos” como el consenso progre o la derechita cobarde. La desconfianza de la mayoría hacia esa forma extremista e incendiaria de expresión política nace en gran medida de su marginalidad respecto al sistema, que es también la causa de su éxito en ciertos sectores sociales que se sienten ajenos a éste.

No solo desprecian principios y valores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la Unión Europea, sino que además arremeten frontalmente contra los fundamentos del sistema político que mejor encarna en el mundo el ideal de democracia

En última instancia, la mayoría social intuye que esa fuerza política es intolerante, porque no respeta a quien no piensa como ellos, porque, como han declarado sus principales representantes, si pudiera prohibiría partidos políticos minoritarios, porque son gentes dadas al insulto y a ofender a sus adversarios políticos, y porque no aceptan los consensos que vertebran la sociedad española en materia de derechos civiles y sociales. No solo desprecian principios y valores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la Unión Europea, sino que además arremeten frontalmente contra los fundamentos del sistema político que mejor encarna en el mundo el ideal de democracia, bienestar económico y cohesión social, al que España pertenece de pleno derecho, y al que la mayoría de la sociedad española respalda como fruto que es del esfuerzo y la generosidad de millones de españoles desde años atrás.

Hay, por último, un factor decisivo para esa desazón ante la extrema derecha, que tiene que ver con la defensa de la libertad individual y con el derecho irrenunciable de cada cual a decidir por sí mismo acerca de su propia vida. Cualquier persona sabe que vivimos en sociedad, y que la base de la convivencia es el respeto a la ley, pero con la misma claridad y certeza, toda persona sabe que nadie tiene derecho a decidir de acuerdo con qué criterios y principios debe otro individuo organizar su vida, que nadie tiene derecho a inmiscuirse en la dimensión privada de los demás, siempre que se actúe con respeto a las normas y a los derechos del resto de ciudadanos. La ciudadanía se revuelve así cuando la extrema derecha pretende decirnos qué podemos o no hacer con nuestro cuerpo, cómo tenemos que vivir, cómo debemos comportarnos respecto a las creencias religiosas o a la identidad sexual de cada cual, o cuando se ampara en la libertad de expresión para propagar mentiras, insultos, menosprecio y odio hacia las personas por su origen, su aspecto o sus opiniones, amenazando de ese modo nuestra intimidad y nuestra libertad en nombre de la cual actúan atendiendo realmente a una voluntad uniformadora e intolerante que más pronto que tarde espera gobernar nuestras vidas.

Azuzando la desconfianza y el miedo, violentando un clima social ya de por sí al borde de la confrontación, la extrema derecha, en un claro ejercicio de contrabando ideológico, aviva el fuego primero y se presenta como el bombero después

Desde la crisis financiera de 2008, pasando por la pandemia de 2020, y culminando con la guerra de Ucrania que amenaza a toda Europa, el estrés social al que se ha visto sometida la mayor parte de la ciudadanía ha favorecido un clima de preocupación, incertidumbre y malestar social que ha terminado abriendo una grieta por la que ha penetrado el discurso negacionista con que la extrema derecha señala a los culpables que su relato de salvación necesita: no al consenso progre, no al cambio climático, no al feminismo, no a los políticos, no a todo lo que sea susceptible de servir como enemigo del pueblo oprimido al que la extrema derecha, ella sí, va a defender y representar. Azuzando la desconfianza y el miedo, violentando un clima social ya de por sí al borde de la confrontación, la extrema derecha, en un claro ejercicio de contrabando ideológico, aviva el fuego primero y se presenta como el bombero después.

Hemos llegado a esta situación porque la extrema derecha ha aprovechado el clima de frentismo que aqueja a la política española y se sirve sin el menor escrúpulo de la desinformación, cuando no de la manipulación pura y simple, y de las mentiras como arma de agitación en las redes sociales, porque ha sido normalizada por muchos medios de comunicación dándole cobertura a sus posturas intolerantes y sectarias, y porque está siendo naturalizada por  aquellas fuerzas políticas que le dan espacio en acuerdos de investidura, de legislatura o de coalición. De todo ello deberíamos sacar lecciones y actuar en consecuencia. ¿Qué hará ante todo esto el flamante eje galaico-andaluz del PP? ¿Tienen algo que decir Feijóo y Moreno?

Según una encuesta de 40dB publicada estos días en un diario de gran tirada nacional, a la pregunta de qué opina sobre la eventual llegada de la extrema derecha a ocupar algunos ministerios en el gobierno de España, casi el 60% de los encuestados afirma que les causa preocupación o miedo. Para dar respuesta a esa inquietud ciudadana, los actores políticos que la comparten barajan opciones tales como la del cordón democrático en sus diversas formulaciones – vigente en países europeos como Francia o Alemania, por ejemplo –, el compromiso de no permitir en ningún caso su entrada en el gobierno, o la adopción de un tratamiento prácticamente unánime de rechazo a los planteamientos de una fuerza política que causa tal desazón en millones de españoles.

Sin embargo, con anterioridad a la acción política existe otro plano más inmediato, el de la reflexión cívica, en el que deseo situar mi argumentación, y es precisamente desde dicha reflexión sobre el presente y el futuro de mi país que esta coyuntura me suscita algunas cuestiones e ideas; por ejemplo, ¿cómo se explican esos sentimientos de una gran mayoría ante la posible entrada en el gobierno de esta fuerza política? No tengo una respuesta simple a esta cuestión, pero me atrevo a aventurar que la mayor parte de la ciudadanía española comparte como valores de referencia la libertad, la igualdad y el pluralismo, y por eso desconfía de que la extrema derecha estuviera dispuesta a respetar y velar por la pervivencia de dichos valores desde un eventual gobierno. Esos valores forman parte de la letra y el espíritu de nuestra Constitución, lo que explica en gran medida la percepción social de que la derecha extrema cuestiona sistemáticamente consensos constitucionales, como la vemos hacer a diario a través de expresiones pretendidamente desenfadadas y “sin complejos” como el consenso progre o la derechita cobarde. La desconfianza de la mayoría hacia esa forma extremista e incendiaria de expresión política nace en gran medida de su marginalidad respecto al sistema, que es también la causa de su éxito en ciertos sectores sociales que se sienten ajenos a éste.