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Inmigrantes, refugiados

Salvamento Marítimo intercepta un cayuco con 159 migrantes al sur de la isla de El Hierro
24 de octubre de 2024 20:19 h

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La Encuesta Barómetro del CIS del mes de septiembre sitúa la “inmigración” en cabeza de los principales problemas que hay actualmente en España: el 30,4% de sus encuestados coloca este asunto entre los tres primeros lugares de la lista de problemas del país. Hace un año, ese Barómetro lo colocaba en la posición número 15, y preocupaba de manera importante sólo al 5,7% de los encuestados.

Sin embargo, cuando se pregunta ¿Cuál es el problema que más le afecta al propio encuestado?, la inmigración ocupa el 6º lugar, siendo solo el 4,1% de los encuestados los que lo siguen situando en la primera posición. En 2023, ocupaba el lugar número 27, y sólo para el 0,5% revestía la máxima afección.

¿Qué ha pasado para que en un solo año se produzca ese cambio de imagen?

Sorprenden esos datos del CIS en la medida que hasta hace bien poco “la inmigración” tenía una relevancia marginal en la opinión pública. ¿Se extiende acaso en España el “miedo al emigrante” que parece existir en otros lugares de Europa? Y si así fuera, ¿quiénes están detrás de las “fábricas de odio” que azuzan esos miedos? ¿A qué intereses sirven?

A estas alturas, quienes en nuestro país tengan miedo al emigrante en razón del “miedo al otro”, al “gran reemplazo” o a la pérdida de unas “esencias nacionales”, sabe muy poco de historia y anda con los ojos bien cerrados por la vida. ¿Acaso ignoramos que nuestro país –como prácticamente todos- resulta de una amalgama de pueblos desde tiempos remotos y que lo de la “esencia nacional” es una invención de algunos para dotarse de una “marca personal” que por sí no tendrían? ¿Nos hemos olvidado de que somos hijos, nietos, sobrinos de inmigrantes, cuando no emigrantes nosotros mismos? ¿Que la emigración ha sido la válvula de escape para millones de familias españolas, que han logrado así los medios para salir adelante, además de ayudar a los que aquí quedaban para que también pudieran hacerlo? ¿Y que aún lo sigue siendo para muchas personas nacidas en nuestro país?

Por otra parte, sorprende la elevada importancia que el Barómetro del pasado mes atribuye a ese “problema”. ¿Pero es que acaso nuestro país no necesita brazos y más brazos de personas de fuera para salir adelante? ¿De dónde salen entonces las personas que necesitan nuestra agricultura, nuestros servicios urbanos, nuestra hostelería, nuestra defensa, la atención a los hogares, los cuidados de niños, enfermos y mayores, y hasta nuestras iglesias, y que solo se resuelven con personas venidas de lejos, que no quitan ningún trabajo a nadie y hacen lo que aquí no queremos o no podemos hacer? Porque nuestro envejecido país (y Andalucía no es una excepción en él), es notorio que necesita muchas personas y cualquiera que estuviera en una posición de responsabilidad y se preocupara por el futuro debería hacer lo que toda persona con la cabeza medianamente puesta hace para resolver una carencia: obtener los recursos que la resuelven. Y, en este caso, eso se hace atrayendo de donde se puedan a las personas que requieren esas necesidades y tratándolas como a unos ciudadanos más. Existen fórmulas probadas para gestionar estas situaciones, sin reclamos alarmistas, y España cuenta y emplea desde hace años de algunas de ellas (programas de trabajo temporal en la fresa, acuerdos con algunos países latinos para facilitar los movimientos regulares…).

Inmigrantes: desplazados y refugiados

La pregunta del CIS sobre “los inmigrados”, reúne bajo el mismo término dos colectivos muy diferentes: quienes vienen de otros países a buscar los medios de vida que en su país no encuentran; en ese marco cabe reconocer los millones de latinoamericanos y parte de los norteafricanos que hoy viven en nuestro país. Y por otro los que buscan asilo y refugio que llegan para escapar de una suerte indeseable en sus lugares de origen, riesgo generado las más de las veces por las guerras, violencias políticas y desastres que provocan; un riesgo a veces genérico (que inciden sobre todo un colectivo, como en el caso de los sirios, sudaneses, palestinos, libaneses y muchos subsaharianos, entre otros), y a veces personalizado (como sucede en el caso de algunos latinoamericanos.

En ambos casos buscan el modo de sobrevivir, pero su atención requiere tratamientos diferentes en origen y también medidas de acogida específicas cuando llegan aquí. Las políticas públicas de acogida –en España y en Europa- deben construirse dese esta diferencia.

Algunos datos

Para ilustrar en trazo grueso de lo que estamos hablamos, valgan dos datos que han pasado por manos de nuestra modesta Asociación en estos días, cuando movíamos estadísticas de aquí y de allá para entender algunas cuestiones.

Hace sólo veinte años, la población en edad universitaria en Andalucía era de un millón de jóvenes. Hace un año esa población sólo era de 750.000; las tres cuartas partes, y ya una fracción de esa cifra se soportaba en personas que no habían nacido aquí. Dentro de otros veinte años ninguna proyección demográfica espera que esa cifra sea mayor de 700.000 ¿No nos vendría bien acaso reforzar nuestra población con personas de fuera? ¿O será preciso esperar a que nuestros efectivos demográficos hayan caído a la mitad para que abramos los ojos y nos demos cuenta de lo estúpidos que hemos sido creyendo tantas mentiras sobre “los extranjeros”? ¿A quién le echaremos la culpa entonces?

Hace sólo veinte años (2002) la población potencialmente activa (entre 20-65 años) residente en Andalucía y nacida en España era de 4.298.709 personas; en ese año el total de la población andaluza potencialmente activa era de 4.517.068. El diferencial estaba cubierto por personas no nacidas en España. Veinte años después (2023) la población potencialmente activa residente en Andalucía y nacida en España es de 4.497.193, un 4,6% más; pero en ese año el total de la población andaluza potencialmente activa era de 5.281.852 personas. Ese fundamental colectivo demográfico ha crecido en un 17%, respecto a 2002 gracias a las más de 780.000 personas nacidas fuera de España. Para poder entender bien lo que significan la magnitud de esas cifras basta con recordar que el saldo migratorio andaluz entre los años cuarenta y setenta fue de una cuantía mucho más grande: marcharon de esta tierra unos dos millones de personas, entre los que se hallaban probablemente abuelos, padres, familiares, vecinos nuestros… que en esos años “exportamos”, sin esperanzas de vuelta, a otros países y a otras regiones de España.

Además, estudios hechos sobre la integración de los inmigrantes en Andalucía y España prueban que la mayoría de los españoles tiende a acoger bien a los inmigrantes y a convivir digna y humanamente con ellos.

Necesitamos la emigración

La emigración la necesitamos, negarlo es de una ceguera y un cinismo suicida. Además, en su doble acepción de emigrantes económicos y de desplazados, nos pone ante un imperativo moral que es muy difícil eludir sin tirar a la basura los principios que hemos empleado para construir nuestra sociedad. Activar la memoria de quienes fuimos, la mirada sobre lo que aún somos hoy, y reconocer los valores que creemos sostener ayudaría a plantear el reto de la emigración y el tratamiento a los inmigrantes con mayor educación, tino y sosiego que lo que se viene haciendo.

Todo ello pasa por sacar el debate sobre “emigración sí/no” de las sórdidas e inmorales pugnas por unos votos, por ponerles cara y ojos a los promotores que en las redes incitan al odio al inmigrante y exigirles sus responsabilidades y por afrontar la construcción de sólidas políticas internacionales fundadas en relaciones bilaterales que encuadren los flujos de inmigrantes desde sus países de origen, y que traten a los refugiados como lo que son, con todo el respaldo que las organizaciones internacionales multilaterales prestan a ese complejo y vulnerable colectivo. El tema está servido estos meses en las instituciones europeas. En un próximo artículo trataremos de explicarnos mejor los términos y limitaciones de ese enmarañado debate, donde se tratan situaciones muy diferentes, en una simplificación que impide el diseño de cualquier acción eficaz. 

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