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Ni machista ni feminista
La semana pasada presencié una cruel agresión de género perpetrada contra una niña de tan solo cuatro años. Se llama Malaika, y es mi sobrina. La agresión vino de un tal Disney, y su arma tenía forma de sirenita. Yo estaba pasando unas semanas en casa de mi hermana, y aquel día era mi último de la visita. Mi sobrina quería ver esa película, me senté con ella y en un rato, mea culpa, me despisté y me puse a pensar en mis cosas. Cuando volví a prestar atención, una especia de bruja adiestraba a la sirenita sobre cómo «conquistar» a un hombre: con la belleza, y cuanto más calladita mejor. Para que a mi sobrina de cuatro años no se le olvidara la lección, el consejo venía cantado y rimado. El resto de la historia creo que la conoce todo el mundo, y ahora yo también: la sirenita renuncia a cuanto tenía hasta ese momento âamigos, familia, diversión y el reino de los maresâ en favor de su ideal de amor romántico. Y además ha aprendido la lección: calladita está más guapa.
Eso es violencia de género, y además eficaz. Es normal que amplios sectores sociales ni siquiera la identifiquen como tal. ¿Cómo van a ser violencia de género esas canciones que mi mamá y mi papá âo mi tíoâ me ponían en la tele, es que acaso no querían lo mejor para mí?
Al día siguiente me subí en el autobús de vuelta a Málaga. Esperé que pasaran las primeras curvas para leer el libro que llevaba. En el monitor comenzó una película y las escenas iniciales ya me atraparon. Dos jóvenes guapetones de los Estados Unidos, muy amigos entre ellos, se registran en una página de citas y comienzan a verse con otra joven guapetona, sin sospechar que es la misma en ambos casos. Cuando lo descubren deciden competir para ver quién se lleva el trofeo, que por supuesto es rubia. Da la casualidad de que los dos jóvenes guapetones trabajan como espías de la CIA o del FBI o de no se qué agencia. En cualquier caso, de vez en cuando torturan a algún ruso. Lo bueno es que ponen todos sus recursos de espías a disposición de su cacería: micrófonos en casa de la joven, cámaras en el coche, personal de seguimiento, etc. Así obtienen información sobre ella para usar en su propio beneficio, y de paso comprueban los avances del otro.
El tono, claro, es de comedia. Para troncharse: violo cuatro o cinco leyes para acosar a una mujer hasta la más mínima parcela de su intimidad. Uno de ellos llega a expresar un amago de reparo moral: «No sé si esto es romántico o repugnante», se pregunta el lumbrera. El otro, todo un poeta, le responde: «Llámalo de “repugnántico”». Para troncharse, sí. La sirenita renunciaba a su mundo, aquí se lo roban a la joven. ¡Viva el «repugnantismo»!
Estoy exagerando, por su puesto, porque en realidad no pasa nada: se trata de una comedia, es parar reír, igual que la sirenita es para cantar. Y además, solo me ha costado el precio de un billete de autobús. De hecho, tengo que relativizar. Hay mucha gente que lo hace, y no veo por qué debo ser menos. Fijaos en toda esa gente, en su inmensa mayoría hombres, que, en sus propias palabras, no son «Ni machistas ni feministas». Y llevan razón. Lo importante son las personas.
Podemos no ser racistas ni antirracistas, por ejemplo. Lo importante era el tierno coranzoncito que albergaba el pecho de esos recios blancos una vez que se quitaban el capirote del Ku Klux Klan y volvían a casa con su esposa y sus hijos después de haber violado a una mujer negra y apaleado a su hermano. Ah, no. Se me olvidaba que el racismo, aun tan extendido entre nosotros, sí es políticamente incorrecto. No se sabe muy bien por qué, quizás se deba a que a nuestras hijas e hijos, a nuestras sobrinas, no les plantamos frente a sirenitas que oyen canciones sobre machacar a personas con un tono de piel distinto, o porque en los autobuses no vemos comedias sobre la cámara de gas de Auschwitz, qué risa. Así que pongamos la frase bien. En efecto, lo importante son las personas, por eso que dime lo que eres tú: o machista o feminista.
La semana pasada presencié una cruel agresión de género perpetrada contra una niña de tan solo cuatro años. Se llama Malaika, y es mi sobrina. La agresión vino de un tal Disney, y su arma tenía forma de sirenita. Yo estaba pasando unas semanas en casa de mi hermana, y aquel día era mi último de la visita. Mi sobrina quería ver esa película, me senté con ella y en un rato, mea culpa, me despisté y me puse a pensar en mis cosas. Cuando volví a prestar atención, una especia de bruja adiestraba a la sirenita sobre cómo «conquistar» a un hombre: con la belleza, y cuanto más calladita mejor. Para que a mi sobrina de cuatro años no se le olvidara la lección, el consejo venía cantado y rimado. El resto de la historia creo que la conoce todo el mundo, y ahora yo también: la sirenita renuncia a cuanto tenía hasta ese momento âamigos, familia, diversión y el reino de los maresâ en favor de su ideal de amor romántico. Y además ha aprendido la lección: calladita está más guapa.
Eso es violencia de género, y además eficaz. Es normal que amplios sectores sociales ni siquiera la identifiquen como tal. ¿Cómo van a ser violencia de género esas canciones que mi mamá y mi papá âo mi tíoâ me ponían en la tele, es que acaso no querían lo mejor para mí?