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La Transición como excusa

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En los últimos días, ha vuelto a arreciar una cierta polémica en torno a la valoración que merece la etapa de nuestra reciente historia que denominamos Transición. Para unos se trata de un período idílico que transcurrió entre algodones y fue fruto de un espíritu de consenso por el que unos y otros – franquistas y demócratas – renunciaron pacíficamente a parte de sus criterios para hacer posible un tránsito apacible de la dictadura a la democracia. Para otros, tan solo sirvió para perpetuar un régimen caduco mediante un lavado de cara bajo la forma de una monarquía con democracia parlamentaria, resultado de la escasa audacia de los demócratas y del miedo a los poderes fácticos del régimen franquista, el ejército, el poder financiero y la iglesia católica.

Seguramente el paso de más tiempo permitirá una visión más ponderada de lo que fue la Transición, pero no me resisto a opinar y terciar en ese debate, en gran medida porque fui parte de muchos de los procesos vividos entre la muerte del dictador y la victoria del PSOE en las elecciones de 1982 como Senador y Diputado, y por otro lado, porque entiendo sinceramente que la utilización de aquel período de nuestra historia para arrimar el ascua a su sardina de unos y otros desmerece la importancia histórica de ese proceso. Porque es legítimo afirmar que la Transición no resolvió todos los contenciosos que atravesaron nuestros siglos XIX y XX, y que algunos de nuestros males del presente tienen su origen en las insuficiencias de entonces, como lo es también ensalzarla como el momento que permitió el período más largo de nuestra historia en convivencia, paz y prosperidad. Lo que no me parece nada legítimo es utilizar a la Transición como la gran excusa, la coartada en suma para hacer pura y simplemente política del presente.

Como en todo proceso histórico, la Transición debería dar paso a otros procesos de cambio que lo mejoren y lo superen, procesos que deberán ser el fruto de la expresión de la soberanía popular, y no de ninguna élite

El profesor Sánchez-Cuenca y Juan Luis Cebrián polemizan estos días usando el nombre de la Transición en vano. Para uno, los que formamos parte de aquella generación política estamos “enfurruñados”, permanentemente quejosos de lo poco que se está respetando la herencia de consenso y entendimiento de aquel tiempo por parte de la izquierda gobernante. Para otro, la izquierda en el poder, amén de calificada como indecente, es enemiga declarada de la libertad de expresión y rehúye los límites impuestos por el Parlamento, además de intentar controlar al poder judicial y estar sometida a los dictados de independentistas y pro etarras varios. Uno y otro lo que realmente buscan es cómo fijar su posición frente al Gobierno de Pedro Sánchez mediante su versión de la Transición: uno por defecto y otro por exceso. El profesor, por querer ir más allá de lo que el Presidente del Gobierno ha marcado como prioritario, en línea con las posiciones del ala más radical del mismo; el periodista, por querer, una vez más, discrepar de forma un tanto estentórea de la política del Gobierno, al que le viene negando el pan y la sal desde su constitución.

Lamento comunicar humildemente que no padezco el síndrome de permanente enfurruñamiento de que habla Sánchez-Cuenca, ni utilizaré el sarcasmo ni la regañina como él supone: simplemente, considero que la Transición fue un proceso ejemplar, que dio paso a la mejor Constitución de nuestra historia, y que fue el resultado de la presión popular tanto en el esfuerzo de la sociedad española por pasar página y avanzar hacia el futuro como en su afán de no volver a repetir el enfrentamiento civil que ensangrentó nuestra Historia. Del mismo modo, pienso que, como en todo proceso histórico, aquel tiempo debería dar paso a otros procesos de cambio que lo mejoren y lo superen, procesos que deberán ser el fruto de la expresión de la soberanía popular, y no de ninguna élite por muy ilustrada y vanguardista que se considere; y si queremos que esos cambios sean duraderos deberían ser fruto de acuerdos muy amplios que desborden los límites convencionales de izquierda y derecha que hoy mantenemos.

Con la misma humildad, le quiero recordar a Juan Luis Cebrián que los avances en materia de libertades civiles, derechos sociales, apertura de nuestra economía y mayor protagonismo en la política europea que se están produciendo con el Gobierno de Pedro Sánchez se están logrando no ya sin el concurso sino con la crítica despiadada, cuando no el boicot sistemático, de la derecha que aspira a sucederle; que quien controla – por delante o desde atrás que diría Cosidó – al poder judicial es esa misma derecha que aspira a gobernarnos, y que seguramente, si el poder financiero y sus terminales mediáticas no hubieran dictado la política suicida de Albert Rivera negándose a colaborar con el PSOE en ningún caso, y esos mismos poderes no hubieran presionado a Feijóo cuando era inminente el acuerdo para renovar el Consejo del poder judicial, el clima de confrontación civil y de eliminación del adversario que hoy vivimos sería otro.

Meternos a todos los que formamos parte de aquella generación política en el estereotipo de Tamames o de Leguina no deja de ser, además de una grosera simplificación, una mentira

Humildemente, en suma, quiero decirles a los polemistas del reino que la Transición es un activo de nuestra historia reciente, que pertenece al pueblo español que la empujó y orientó hacia objetivos que las élites de entonces no contemplaban, como la elaboración de una Constitución que borrara el pasado del régimen franquista, y quiero pedirles encarecidamente que dejen de utilizarla como excusa para sus cuitas propias o su necesidad de rellenar páginas de opinión periódicamente. Meternos a todos los que formamos parte de aquella generación política en el estereotipo de Tamames o de Leguina no deja de ser, además de una grosera simplificación, una mentira que estas líneas confían en haber desmentido con la suficiente contundencia. Somos muchos quienes tenemos un criterio libre y autónomo sobre lo que está pasando en España desde que este Gobierno comenzó su andadura, bajo unas circunstancias inéditas por su gravedad, como la pandemia y la guerra de Ucrania: con sus luces y con sus sombras, sin duda, pero produciendo y colaborando en un giro de la política europea ante las crisis que por sí solo merecería un notable apoyo social, y con unas políticas de protección ante la desigualdad y a favor de la inmensa mayoría social incuestionables. La Transición ya pasó: ahora lo que toca es despejar con qué está cada cual, sin trampas ni pretextos, con la derecha o con la izquierda.

En los últimos días, ha vuelto a arreciar una cierta polémica en torno a la valoración que merece la etapa de nuestra reciente historia que denominamos Transición. Para unos se trata de un período idílico que transcurrió entre algodones y fue fruto de un espíritu de consenso por el que unos y otros – franquistas y demócratas – renunciaron pacíficamente a parte de sus criterios para hacer posible un tránsito apacible de la dictadura a la democracia. Para otros, tan solo sirvió para perpetuar un régimen caduco mediante un lavado de cara bajo la forma de una monarquía con democracia parlamentaria, resultado de la escasa audacia de los demócratas y del miedo a los poderes fácticos del régimen franquista, el ejército, el poder financiero y la iglesia católica.

Seguramente el paso de más tiempo permitirá una visión más ponderada de lo que fue la Transición, pero no me resisto a opinar y terciar en ese debate, en gran medida porque fui parte de muchos de los procesos vividos entre la muerte del dictador y la victoria del PSOE en las elecciones de 1982 como Senador y Diputado, y por otro lado, porque entiendo sinceramente que la utilización de aquel período de nuestra historia para arrimar el ascua a su sardina de unos y otros desmerece la importancia histórica de ese proceso. Porque es legítimo afirmar que la Transición no resolvió todos los contenciosos que atravesaron nuestros siglos XIX y XX, y que algunos de nuestros males del presente tienen su origen en las insuficiencias de entonces, como lo es también ensalzarla como el momento que permitió el período más largo de nuestra historia en convivencia, paz y prosperidad. Lo que no me parece nada legítimo es utilizar a la Transición como la gran excusa, la coartada en suma para hacer pura y simplemente política del presente.