“España es un país de élites muy crueles y temerosas de una insurrección que nunca se va a producir”
“De ti no quiero ni que me cierres los ojos”. Fue la terrible sentencia que el abuelo de Sergio del Molino (Madrid, 1979) le dirigió a su esposa desde el lecho de muerte. Décadas y décadas de silencio rotas por aquella frase llena de un rencor heredado de la crueldad de una guerra que tuvo que vivir en primera línea de batalla. El joven escritor trata de explicarse a sí mismo y de conocer el origen de las actuales características de la sociedad española a través de la historia de aquel hombre, llamado con 20 años a filas por el bando nacional.
Un diálogo entre dos vidas trenzadas que ahonda en las relaciones familiares, en cómo se transmite entre generaciones la manera de afrontar la vida, en el miedo latente del poder desde los ojos de una especie de héroe avergonzado de una victoria. Su jubilación concidió en el tiempo con el nacimiento de su nieto, quien le ha tomado para dar forma a su novela, como referencia del ayer para tratar de dar respuesta a las conductas de los españoles de hoy. Lo que a nadie le importa (Literatura Random House), una novela sin el tamiz de la ficción con el objeto de que, precisamente, al español de ahora le importe la realidad en la que vive y se pregunte el porqué, sin el velo de pudor de cuarenta años de dictadura.
“De ti no quiero ni que me cierres los ojos” es una frase muy dura...
Era 1997 y mi abuelo estaba muriéndose. Era una persona muy silenciosa, que nunca expresaba un sentimiento. Probablemente se había pasado 50 años callado al lado de su mujer sin haber dicho ni mu, y cuando abre la boca va y suelta aquello, que condensa años y años de rencor, de resentimiento, de amargura. Es una frase que a mí se me quedó durante mucho tiempo grabada sin saber muy bien qué hacer con ella. Pero quise entender qué había pasado en la vida de ese hombre para decir en ese momento esa frase, con toda la potencia literararia y humana que podía esconder. En el libro he querido intentar comprender cómo se llega a eso.
¿Y qué ha comprendido?
Muchas cosas. Por un lado, la causa del trauma de ese silencio, que tiene que ver con su participación en la Guerra Civil, su experiencia más traumática, en la primera línea del ejército franquista, como carne de cañón. A pesar de ser ganador, se había comportado toda su vida como un derrotado, como si aquello le diera mucha vergüenza. Nunca jamás hablaba de eso. Había un poso de silencio y de vergüenza, y un matrimonio muy desgraciado, pero siempre se mantuvo al lado de una sola mujer, a la que seguramente no soportaba.
A raíz de eso, descubrí que las novelas están hechas de matrimonios largos. La novela se murió el día en que se generalizó el divorcio. De un matrimonio desgraciado, como lo son muchos, tienes elementos y puntos de fuga para entender todos los elementos de la condición humana. En los recovecos del rencor, de la cerrazón, del odio, de las frustraciones. Un matrimonio desgraciado tiene unas posibilidades de exploración literaria que no te las da ninguna otra institución humana.
¿Cree que ahora hay menos compromiso en general? ¿Es todo más efímero?
Somos más presentistas, nos preocupamos menos por la posteridad y no entendemos, en general, un compromiso de por vida. El hecho de que alguien tan determinante en mi vida como mi abuelo me resulte tan exótico, tan extraño todo lo que hizo, me da cuenta del salto tan grande que hemos vivido como sociedad. Ése es el paisaje en el que se mueve el libro.
¿Cómo cree que se vive actualmente ese salto intergeneracional?
La relación entre abuelos y nietos es de las más satisfactorias para las dos partes. Para el nieto es determinante y para el abuelo supone la llegada de una persona en el momento en que ya no esperas nada de la vida. Te cambia los esquemas cuando ya los tienes todos construidos y son inmóviles. Es un shock del que no se ha hablado lo suficiente, una relación muy hermosa, muy interesante y muy decisiva para las vidas de ambos. El nieto tiene en el abuelo unas referencias que no tiene en el padre, un respeto. Con el padre hay un conflcto más o menos latente.
¿Qué relación ve entre aquel hecho que vivió en primera persona con la Guerra Civil, la dictadura y la herencia en la España de hoy?
Es una cosa todavía conflictiva y que causa dolor en muchas familias. Creo que ha estado sometida a muchísimos maniqueísmos, a mucho control político, y ha habido intentos que no han cuajado porque sigue siendo una memoria conflictiva el intentar rehabilitar la memoria republicana para construir otro tipo de relato. Falta una perspectiva individual y familiar, sobra idealización de los mártires. Falta una comprensión serena de lo que significa una guerra realmente, que es lo que yo he intentado acercar en este libro, desde la perspectiva de una persona que se ve arrastrada por ella, que no es un combatiente ideologizado, que le sorprende en el servicio militar y que se ve metido en las peores batallas de la guerra sin saberlo y sin querer estar allí. Pero la alternativa era morir.
¿Cuál es entonces la perspectiva más cercana a la realidad a su juicio?
Ha fallado una visión que da otra perspectiva muy distinta, de la guerra como algo no deseado, no como un país histérico que estaba abocada a ella, que es como se lee la historia. Las causas-consecuencias que hemos visto dan la sensación de que la guerra era inevitable. Si bajas al nivel individual, al del personaje y sus circunstancias, te das cuenta de que no es así. Falta eso para comprender el espanto y el horror que significó para España esa guerra, más allá de sus resultados. La historia de mi abuelo puede ser paradigmático de una parte de españoles a los que no forman parte del relato, que no son interesantes. De ahí un poco el título del libro.
¿Es comparable con la situación actual, con gente que no se siente parte del relato y que se está levantando?
Pero no hay armas. La situación es muy distinta. Ahora hay mucha frustración porque hemos vivido más de 30 años de supuesta prosperidad. Pasa siempre que creemos que las circunstancias en las que crecemos van a ser inamovilbles, que siempre va a ser así y planificamos nuestras vidas en función de ello, y no somos capaces de prever las catástrofes, que suceden constantemente. La generación de mi abuelo estaba más preparada para la adversidad, tenía conciencia de la fragilidad de todo. Nosotros no soportamos que las cosas se vayan a pique. Cuando se van a pique, como ahora con la crisis, creemos que es una cuestión coyuntural, que igual saliendo a la calle y peleando un poco volvemos otra vez, o que es culpa de alguien. Castigando a los culpables de la crisis tampoco vamos a hacer que la cosa cambie.
Pero las cosas pueden cambiar y hay personas que están luchando mucho por eso, ¿no cree?
Tenemos una capacidad de adaptación mucho más limitada que en la generación de mi abuelo. Ellos sabían, porque habían visto que el mundo se caía varias veces, que no podían agarrarse a una prosperidad, que si venían unos cuantos años buenos podía romperse en cualquier momento. Vivían con la maleta preparada para largarse, sabiendo que todo se podía ir al traste. A nosotros nos ha pillado totalmente desprevenidos, con el culo al aire. Y estamos todavía recuperándonos del shock. Ahora hay una tímida organización, una tímida respuesta política que todavía no tiene nada que ver con la magnitud de lo que está pasando. No nos lo creemos aún, no estamos preparados para creérnoslo.
Entonces, ¿comprender toda esa época es entender mejor quiénes somos y hacia dónde vamos?
Entendemos mejor cómo es el país en que vivimos. Hay muchas cosas equiparables a todo el mundo occidental pero nosotros, que tenemos un horizonte vital mucho más grande que el que tuvieron nuestros abuelos, que conocemos Europa como el plano del metro, vemos unas diferencias culturales de las que no somos totalmente conscientes y que tienen que ver con el país en el que hemos crecido y la educación y el legado que nos han transmitido.
¿Qué legado hemos recibido?
El legado tiene que ver con una ética de la sumisión, que se ha dado mucho en España, que se ha transmitido el miedo que sintió la gente de la guerra. Y eso no se ve por ejemplo en Francia. Los países victoriosos de la II Guerra Mundial no han tenido eso. ¿Podemos tener más en común con un alemán, que tuvo el nazismo y demás? No, porque se han enfrentado a ello sin vergüenza, han pedido perdón y han hecho otro tipo de cosas. Nosotros vivimos 40 años de gente cabizbaja, que recibía de sus padres el aprendizaje vital del “tú cállate”, “cómetelo todo y no protestes”, “no te signifiques mucho en el trabajo”. Esa mansedumbre nos ha llegado, atenuada, pero nos ha llegado, y eso marca ciertas diferencias, quizás mínimas, que no nos impide relacionarnos ni ser más europeos que nadie. Pero nos marca.
¿En qué sentido?
Las personas que vivieron la guerra han transmitido el miedo a sus hijos, que son educados en que lo más sensato y deseable es agachar la cabeza y acatar las órdenes y no ser problemático. En la calle sentimos que no hay por qué que tener miedo. Pero hemos vivido así. Y eso lo vemos en cómo nos tratan las grandes empresas en España. Llamemos al servicio de atención al cliente de Telefónica y después al de France Telecom. Es muy distinto el trato. Aquí saben que pueden, que la gente no protesta. Te tratan mal en un sitio y te quejas con tu amigo, pero no reclamas.
Pero la gente se ha echado a la calle a protestar, ¿no?
Pero ha venido tarde, muy desorganizado, y creo que es menos masiva de lo que parece. Este país tendría que estar ardiendo por los cuatro costados con las cifras de paro que tenemos. Y no lo está, estamos aquí tomando un café tan tranquilos. Con datos mejores, cualquier país sudamericano arde. Nos ha pasado algo por encima muy grande. Somos mucho más conformados. La respuesta es muy tímida, son todas institucionales y las reacciones son muy viscerales por parte del poder. Persiste esa actitud. España es un país de élites muy crueles y muy temerosas de una posible insurrección que nunca jamás se va a producir. Pero tienen ese miedo latente y reaccionan de forma virulenta a cualquier contestación que reciban, aunque sea tímida.