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Una investigación recupera la memoria de las mujeres colonas de Andalucía: “esposas”, “madres”, “ángeles del hogar” y labradoras

Baile regional organizado por Sección Femenina en El Torno a mediados de los años cincuenta.

Carla Rivero

31 de julio de 2021 20:54 h

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Laura Cabezas ha crecido acompañada por las historias que su abuela le contaba en tierras gaditanas. Eran vivencias cotidianas y comunes que apenas la sorprendían, pero al iniciar su etapa estudiantil en la Universidad de Granada se dio cuenta de un detalle que hasta entonces le había pasado desapercibido: El Torno era un pueblo de colonización. Estas localidades fueron creadas durante la dictadura franquista con el fin de mejorar la productividad del agro andaluz y promover un modelo social, sin embargo, a la investigadora predoctoral de la UGR le interesa conocer y tratar de vislumbrar quiénes eran las mujeres que crecieron como colonas en aquellos parajes donde la moralidad católica y la imposición del trabajo las ocultó. Lo ha hecho en la tesis Género y colonización agraria en Andalucía

“El asentamiento de estos pueblos nunca ha sido estudiado desde la perspectiva de género, pero sí desde la colonización agraria. Fue un proyecto dirigido por completo a los hombres, donde las mujeres iban como elemento de acompañamiento y reproductivo al ser obligatorio entre los requisitos para entrar”, declara Laura Cabezas. El planteamiento partía de la doctrina cristiana-nacionalista impuesta por el régimen, cuyo propósito era atribuir funciones a cada individuo según su sexo. El hombre debía ser el “cabeza de familia”, quien se dedicara a las actividades agrícolas y llevara el sustento al hogar; mientras que la mujer respondía ante la imagen de “ángel del hogar”, por lo que estaba destinada a ser la madre y esposa ideal tanto para su progenie como el resto de la sociedad. 

La labor de las mujeres como trabajadoras se ignoraba

Las historias que guardan los archivos y los recuerdos de las hijas de aquellas primeras generaciones colonas no distan demasiado de las vivencias de las mujeres españolas que vivieron la represión fascista. La clave está en la vigilancia que mantenía el Instituto Nacional de Colonización (INC), un instrumento articulado por el Estado a finales de los años 30 para desarrollar y continuar la misión: “El objetivo de esta colonización es productivo, no es como la reforma agraria republicana que, en su momento, fue ideado como reparto social. El INC exigía a quien recibiera esta tierra una formación mínima agrícola, que fuera varón y tuviera esposa, e, incluso, poseer aperos de labranza. En cuanto al criterio político, no les preguntaban directamente, aunque se buscaba que las nuevas familias tuvieran una moralidad y conducta aceptables”. 

Laura bucea entre las fuentes documentales que perduran en los archivos provinciales de los 291 nuevos municipios que fueron fundados para proyectar la política agraria, de los que más de un centenar corresponde al territorio andaluz. Junto a ello, ha recogido los testimonios orales de las supervivientes de la época a través de entrevistas que ha hecho en los últimos meses, como a Francisca Gabaldón Navas y Rosa Melgar Durán. Ambas son oriundas de El Torno y, en la distancia que separa la línea de teléfono, se alegran de que alguien escuche los recuerdos que mantienen de aquellas calles y parcelas en las que han transcurrido sus vidas. 

Francisca era una niña cuando salió de Las Navas de San Juan, en Jaén. Ahora, tiene 85 años y solo habla maravillas de su nieta a la vez que recuerda aquel viaje como si fuera ayer: “Éramos 18 familias y vinimos todas juntas en tren. Nos dieron cuatro billetes por cada grupo y los que no tenían se metían debajo del asiento del tren para que no los viera el revisor cuando venía, y al llegar, cogimos un camión que nos llevó hasta los barracones en los que vivimos los primeros años… Las hierbas salían por encima de las camas”.

En realidad, las penurias de la posguerra se contradecían con la imagen ideal que pretendía vender la propaganda de la dictadura. La mujer, destinada a ser madre y esposa en exclusiva, tenía que arremangarse la falda y contribuir a la cosecha como una más: “Una doble jornada que ha quedado invisibilizada. A la mujer se la califica como prácticamente inútil para trabajar en el campo, según el proyecto de El Torno; luego, hay una contradicción total porque, al preguntar, todo el mundo dice que iban al campo como los hombres. Ellas eran una 'ayuda', pero realmente eran trabajadoras debido a que las exigencias productivas del INC no podían abarcalas solo ellos. Es una labor que nunca se les reconoció”, afirma la investigadora.  

“Fui a trabajar al campo para ayudar en la casa”

“Yo quería que mi madre se quedara en casa, así que fui a trabajar al campo para ayudar en la casa, aunque ella no quisiera. Con mi hermana labrábamos por igual, no había yuntas para las vacas ni arado, así que había que escarbar”, rememora Francisca. “Nos costó mucho salir adelante y teníamos que sembrar lo que nos mandaba el Instituto, ¡pero qué íbamos a hacer! ¿Quedarnos en la casa? No, no podíamos”. En la parcela que cultivaban había remolacha, algodón, batata y otras hortalizas, siempre y cuando fueran permitidas por el INC, y del tiempo que quedaba aprendían a bordar. “Al principio, no podíamos ir al colegio, pero más tarde fuimos a la casa de la Falange, en la que nos enseñaron a hacer cositas. Los niños a los juegos y las muchachas a coser. Me gustaba mucho”, explica.

El cuarto de de la Falange Española no era otro que la Sección Femenina, la rama que educaba a las niñas en las labores domésticas a las que habrían de dedicarse en un futuro no tan lejano: confección y corte, lavado, plancha, puericultura e higiene… “Todo basado en la subordinación respecto al varón”, como también expone el monográfico 'La mitad invisible de la colonización agraria' de la doctoranda de la UGR en la revista Andalucía en la Historia. Aquellas vivencias no producen extrañeza a Francisca ni a Rosa, aunque ahora la óptica feminista sea crítica con el papel que debieron asumir las mujeres por culpa del régimen.  

Rosa vive en El Torno desde 1940 y vivió en su hogar años difíciles. “Mi padre había comprado una parcelita, pero tuvo que venderla y cuando compró aquí costó mucho salir adelante. Mis hermanos eran muy inteligentes, a todos siempre nos gustó estudiar y ellos hicieron carrera”. La torniega, la cuarta de siete hermanos y la mayor de las jóvenes, tuvo que salir a trabajar, tanto en la parcela como en una tienda que pusieron con los años sus progenitores puesto que era necesario para que los hombres lograsen acabar la formación universitaria. “Pero a mí siempre me gustó estudiar, leer cualquier cosa, y de noche nos fuimos a las clases de una maestra para aprender un poco más”. 

La religión y la educación, plasmados en la figura del sacerdote y el profesor, fueron los pilares fundamentales para implantar el nuevo modelo social que, con el paso de las generaciones, se fue reproduciendo y normalizando. Además, la sexualidad de las mujeres era controlada mediante el sacramento de la confesión y habían de pasar por el altar para mantener cualquier contacto físico con los varones. En el caso de Francisca, conoció a su novio y futuro marido, Francisco Vega, en la misma calle a la que salían por las tardes a coser y conversar las mujeres de la casa. “Yo fui la primera que me casé en la iglesia de El Torno, un día maravilloso con mis suegros, mis padres, todo el mundo. En aquel entonces, no se podían llevar mangas cortas e íbamos con nuestros velos, tengo fotos de esos días”, cuenta. 

Ironías del destino, Rosa se consideraba muy mayor: “Tenía 27 años cuando me casé, ya pensaban que me iba a quedar solterona”, cuando la media hoy día para contraer matrimonio es más de la treintena. Pronto se quedó viuda y sobrellevó sobre sus hombros la carga familiar al regentar el bar Ronmel, acrónico de los apellidos de la pareja. La dedicación a los hijos, que fueron tres en ambos casos, tenía que compaginarse con el mantenimiento de la casa y la estabilidad de la economía doméstica. Esta doble tarea azuzaba el ingenio, por lo que había mujeres en el pueblo que alquilaban asientos en sus salones para ver la televisión o cosían para conseguir un dinero extra, además de atender a los hombres que iban al campo llevándoles la comida y labrar hombro con hombro, o sacándose el carnet de conducir, como hizo Rosa convirtiéndose en una de las primeras mujeres del pueblo en hacerlo. 

Los colonos eran expulsados si no cumplían las normas del INC

Al recorrer los cascos históricos, el paseante busca con la vista los campanarios de las iglesias que se erigen por encima de los tejados para ubicar rápidamente el centro del pueblo. Allá estará la plaza, la antigua escuela, el bar en el que se jugaban las cartas, es decir, la huella de la vida de antaño… Una arquitectura planificada para crear lugares con “alma” en el que las casas, terreras y con espacio para las dependencias agrícolas, venían a ser un reflejo de la división sexual por la separación de las habitaciones y, a su vez, concentración social, comenta la historiadora: “Hubo un debate interesante tanto en la República como en la dictadura sobre cómo crear las casas, si apiladas o aisladas al lado de las parcelas. Al final, la República elige el poblado porque se requiere crear sociedades que superen el régimen caciquista; no obstante, el franquismo opta por el mismo modelo para evitar que estas personas vivan al margen de la religión. Por tanto, la religión es el primer elemento de creación, lo cual se ve en el espacio”. 

Con ese enfoque orwelliano, Laura Cabezas intenta encontrar vías de escape en el corsé impuesto en el INC que constreñía la vida pública y llevaba, en ocasiones, “a expulsar a colonos si no cumplían con el trabajo o no tenían una conducta aceptable, tal y como se documenta”. Los bailes, lugares de encuentro y diversión, pasaban a ser veladas que se esperaban con ilusión: “Cada noche era en una casa distinta, era maravilloso, y estabas deseando que llegara para ir. Yo iba con mi hermano, que no salía sin mí aunque me llevara nueve años, y con unos amigos, y siempre me sacaba a bailar”, dice Francisca. Así, el varón cumplía vigilando el comportamiento de las mujeres no casadas, cuando no iban las madres como acompañantes, y se dejaba cierto espacio para que la juventud disfrutara.

¿Cabía la disidencia? “Esa es una de las preguntas que intento resolver: si hubo resistencia o conflictividad. En la mayoría de las entrevistas que he hecho el rol de la mujer era casarse y ser madre, y no había otra posibilidad; pero he encontrado espacios de transgresión, por ejemplo, había parejas que amanecían en un pajar. Eso sería la excepción. No se puede hablar de los colonos como gente sin capacidad de agencia (autonomía), a pesar de que la mayoría de la gente sí seguía esas normas, ya que la selección se hacía con gente que no fuera contraria al régimen”.

La llegada de la democracia permitió a las familias colonas adquirir las escrituras de las propiedades que habían trabajado y dejar atrás la relación de dependencia que seguía ostentando el INC. La repercusión de aquel pasado en la actualidad deja ver la escasa industrialización de los núcleos poblacionales, que han pasado a convertirse en “barrios dormitorio”, describe Cabezas, y en otras cuestiones: “Esta imposición de los roles de género tuvo repercusión en el comportamiento de las generaciones posteriores, como ocurrió en el resto de España al imponer cómo debían de comportarse los hombres y las mujeres”. Mientras, Francisca y Rosa disfrutan ahora de sus familias, a las que consiguieron sacar adelante gracias a los duros esfuerzos que hicieron en aquellos pueblos donde perdurará su memoria.   

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