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Un cambio de Perspectiva (con mayúscula)

Instituto Andaluz de Astrofísica —

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¿Para qué sirve la astrofísica? ¿Por qué gastar cientos de millones de euros en investigar cosas que están ridículamente lejos y que jamás nos van a afectar en nada? Estas son preguntas recurrentes a las que debemos enfrentarnos habitualmente quienes nos dedicamos a la investigación del cosmos y al desarrollo tecnológico asociado. Y, reconozcámoslo, son preguntas muy lícitas, porque ¿para qué sirve investigar el agujero negro en el centro de una galaxia a millones de años luz de distancia? ¿En qué mejora nuestras vidas descubrir el enésimo exoplaneta? ¿Aumenta nuestra esperanza de vida conocer la tasa de formación estelar en nuestra galaxia?

Es entonces cuando recurrimos a respuestas que hemos entrenado durante años. Saltan como resortes, como la respuesta de un estudiante que conoce y espera la pregunta del examen. Primero atacamos con el retorno tecnológico que supone la investigación astrofísica y la exploración espacial: “¿Es que acaso no sabes que el wifi se lo debemos a la radioastronomía? ¿O que tus selfies más virales se deben a las cámaras CCD que se instalan en los telescopios? ¿O que el velcro solo se empezó a usar de manera extendida después de que lo adoptara la NASA para sus trajes espaciales?”. Claro que entonces corremos el riesgo de recibir una contrarréplica: “O sea, varios millones de dinero público gastados, miles de tesis desarrolladas, infinidad de artículos publicados en revistas especializadas para, finalmente, dar con… el velcro”. ¿Y cómo justifica uno entonces que toda la investigación del cosmos sea para no tener que molestarnos en atar los cordones de los zapatos a nuestros hijos e hijas?

Si la duda persiste, nos vemos obligados a reformular la estrategia. Llega entonces el turno de intentar con la “épica del espacio” (pronúnciese en tono solemne). Es entonces cuando declamamos sobre “la emocionante aventura humana”; recitamos acerca de “la incontenible curiosidad de esta especie” que nos hizo salir de la sabana africana hacia las mismísimas estrellas; nos exaltamos defendiendo su “inagotable deseo de aprender” y conquistar otros mundos. Incluso terminamos transmutados en poetas del cosmos y declamamos la belleza de la inconmensurabilidad del cielo cósmico como fuente de verdad absoluta, como si en el diluido medio intergaláctico aflorara el secreto de la vida, el universo y todo lo demás, y los profesionales de la investigación astrofísica fuéramos seres de luz capaces de descifrarlo para el bien de toda la humanidad.

Llevado por su curiosidad (y por su ojo financiero), Galileo construye su propio juguete, pero con un tubo más largo y dos lentes de mayor diámetro y excepcionalmente pulidas. Es uno de los primeros telescopios de la historia

Todas estas son respuestas posibles, sinceras e incluso alguna es veraz, pero reconozcámoslo: estudiar el cosmos no va a servir para descubrir la cura del cáncer (o al menos no es su objetivo directo); no va a resolver el cambio climático (aunque nos puede ayudar a entender su alcance); y mucho menos va a encontrar la solución al hambre global y la falta de agua (aunque los desarrollos asociados a la exploración espacial humana pueden ayudar mucho).

No. La astrofísica, el estudio y la observación del cosmos no pretenden nada de esto. El objetivo de la ciencia del cosmos es generar conocimiento. Conocimiento que nos ayuda a cambiar nuestra Perspectiva (con mayúsculas) sobre lo que somos y lo que seremos. Y esto siempre es bueno, además de inevitable.

Saltemos ahora a la Italia de 1609. Un tal Galileo Galilei escucha hablar de un asombroso invento holandés que está causando furor entre las familias ricas europeas. Se trata de un pequeño tubo en el que se han insertado dos lentes y que, al mirar a través de él, permite ver que “lo que está muy lejos, parezca muy cerca”. Llevado por su curiosidad (y por su ojo financiero), Galileo construye su propio juguete, pero con un tubo más largo y dos lentes de mayor diámetro y excepcionalmente pulidas. Es uno de los primeros telescopios de la historia. Pero Galileo hace algo más alucinante: un simple gesto. Levanta este tubo y mira al cielo nocturno. Y en ese preciso momento, la humanidad cambia radicalmente de Perspectiva (sigue con mayúsculas).

Normalidad oscura

En apenas 400 años de existencia del telescopio, nuestro conocimiento sobre el universo no ha parado de crecer ni un solo instante. Galileo nos expulsó del centro del sistema solar para convertirnos en una pequeña roca que, como un grano de polvo improbable, flota sumergida en la atmósfera de una estrella. El Sol dejó de ser una divinidad perfecta para mostrar manchas, cambios de carácter y habitar en la periferia de una galaxia con forma de espiral. La Vía Láctea, una pequeña excepción luminosa y extravagante en una abrumadora y silenciosa normalidad oscura. La materia y la energía oscura. Y así, cuatrocientos años de titulares que volarían la cabeza de cualquiera, por poco amueblada que la tuviera: “bebes agua extraterrestre”; “por mucho que quieras, no te puedes estar quieto”; “las estrellas cantan”; “en la naturaleza existen fronteras que solo se pueden atravesar una vez”, y, como no, el consabido “somos polvo de estrellas”.

Cada nuevo gran descubrimiento astrofísico nos voltea y zarandea. Como en una atracción de feria desatada, esta ciencia nos sacude descontroladamente para expulsarnos alegremente de nuestra manida “zona de confort”. Literalmente, nos cambia la Perspectiva de arriba a abajo.

En 1971, el astronauta Al Worden orbitó más de setenta veces la Luna a bordo del módulo de mando de la Apolo 15, mientras sus otros dos compañeros de misión paseaban por la superficie de nuestro satélite. En aquella inmensa soledad, el astronauta contemplaba embobado la blanca superficie lunar cuando, al girar la cabeza, vió una brillante esfera azul sobre un profundo e infinito negro.  Al regresar a nuestro planeta, escribió este poema: 

Ahora ya sé por qué estoy aquí: 

No por mirar de cerca a la Luna.

Sino por mirar hacia atrás. 

Hacia nuestro hogar. 

La Tierra (*)

Para esto sirve la astrofísica. Para mirarnos a nosotros mismos desde otra perspectiva…bueno, y para tener velcro.

(*) “Perspectiva” (1971), Al Worden 

Tras regresar de un vuelo orbital alrededor de la Luna.

¿Para qué sirve la astrofísica? ¿Por qué gastar cientos de millones de euros en investigar cosas que están ridículamente lejos y que jamás nos van a afectar en nada? Estas son preguntas recurrentes a las que debemos enfrentarnos habitualmente quienes nos dedicamos a la investigación del cosmos y al desarrollo tecnológico asociado. Y, reconozcámoslo, son preguntas muy lícitas, porque ¿para qué sirve investigar el agujero negro en el centro de una galaxia a millones de años luz de distancia? ¿En qué mejora nuestras vidas descubrir el enésimo exoplaneta? ¿Aumenta nuestra esperanza de vida conocer la tasa de formación estelar en nuestra galaxia?

Es entonces cuando recurrimos a respuestas que hemos entrenado durante años. Saltan como resortes, como la respuesta de un estudiante que conoce y espera la pregunta del examen. Primero atacamos con el retorno tecnológico que supone la investigación astrofísica y la exploración espacial: “¿Es que acaso no sabes que el wifi se lo debemos a la radioastronomía? ¿O que tus selfies más virales se deben a las cámaras CCD que se instalan en los telescopios? ¿O que el velcro solo se empezó a usar de manera extendida después de que lo adoptara la NASA para sus trajes espaciales?”. Claro que entonces corremos el riesgo de recibir una contrarréplica: “O sea, varios millones de dinero público gastados, miles de tesis desarrolladas, infinidad de artículos publicados en revistas especializadas para, finalmente, dar con… el velcro”. ¿Y cómo justifica uno entonces que toda la investigación del cosmos sea para no tener que molestarnos en atar los cordones de los zapatos a nuestros hijos e hijas?