El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) cuenta con 24 institutos o centros de investigación -propios o mixtos con otras instituciones- tres centros nacionales adscritos al organismo (IEO, INIA e IGME) y un centro de divulgación, el Museo Casa de la Ciencia de Sevilla. En este espacio divulgativo, las opiniones de los/as autores/as son de exclusiva responsabilidad suya.
El coronavirus y el “general verano”
Desde principios de este año, la comunidad científica internacional se ha esforzado en la búsqueda de cualquier evidencia o, incluso, indicio que pueda ayudar en la lucha contrarreloj que libramos contra el nuevo coronavirus (SARS CoV-2). Además de las líneas de investigación más conocidas, como las orientadas a la obtención de una vacuna o a la mejora de los actuales tratamientos, existen otras centradas en los mecanismos de contagio y en la posible relación entre las condiciones ambientales, como la humedad o la temperatura, y la evolución del nuevo coronavirus y la enfermedad asociada (COVID-19).
Los antecedentes de virus respiratorios estacionales (como el de la gripe u otros coronavirus) cuya expansión se ve afectada por las condiciones ambientales, pusieron a la comunidad científica desde el primer momento sobre la pista de una posible relación entre el tiempo meteorológico (esto es, las condiciones atmosféricas imperantes durante un intervalo de tiempo concreto en un sitio determinado) o el clima (relacionado a las condiciones atmosféricas recurrentes en intervalos de tiempo más amplios) y la evolución del SARS CoV-2 y la COVID-19. Interesaba, sobre todo, el posible efecto de las dos variables meteorológicas que habían sido consideradas significativas anteriormente: humedad y temperatura.
Los primeros estudios, llevados a cabo en China a principios de este año, apuntaron a que existía una relación significativa entre la evolución de la enfermedad y la temperatura imperante en las zonas estudiadas. Otros estudios llevados a cabo en distintas zonas y con distintas metodologías parecían confirmar que, en las zonas de clima templado (o mesotérmico), los sitios relativamente fríos y secos tendían a presentar una mayor incidencia de la enfermedad que los más cálidos y húmedos.
A finales del primer trimestre de 2020, la mayor parte de los estudios publicados sobre la materia estaban basados en datos relativos a periodos de tiempo muy cortos y/o a zonas de extensión limitada y eran de tipo observacional o correlacional. Es decir, basados en comparar los valores de uno o varios parámetros relacionados con la incidencia de la enfermedad en distintos puntos y/o momentos con los valores de las variables atmosféricas medidos en esas mismos lugares y periodos de tiempo. Cuando encontraban alguna relación significativa (por ejemplo, que la incidencia de la enfermedad tendía a ser mayor en sitios con menor temperatura) los autores discutían las causas e implicaciones de la misma y en qué medida su consideración podía ayudar en la lucha contra la enfermedad.
A raíz de los resultados anteriormente indicados una tentación comprensible es la extrapolación temporal. Esto es, proyectar en el tiempo la variación encontrada en el espacio. Bajo este enfoque, si en un momento dado, se encuentra que en los sitios más cálidos hay una menor incidencia de la enfermedad se supone que, cuando progrese la estación cálida, los sitios más frescos tenderán a presentar una incidencia de la enfermedad comparable a la que anteriormente tenían los sitios más cálidos.
Todo lo anterior contribuyó a que durante el primer cuatrimestre de este año se incrementara la esperanza de que el “general verano” viniera a ayudar de manera decisiva en la lucha contra el nuevo coronavirus. A ello coadyuvó también un riguroso estudio experimental que demostró que el virus era sensible al calor y se inactivaba en cada vez menos tiempo a medida que aumentaba la temperatura del entorno. Pero dichos resultados experimentales se referían exclusivamente al virus aislado en condiciones controladas y no a la enfermedad, cuya incidencia es el parámetro que normalmente se observa. En relación con ello, el inicio de la expansión de la pandemia en zonas cálidas de Sudamérica (de Ecuador o Brasil, por ejemplo) concordaba poco con las ideas imperantes sobre una relación inversa generalizada entre la temperatura y la incidencia de la enfermedad.
A la vista de la incertidumbre existente, a partir de marzo de 2020, Oliver Gutiérrez, actualmente profesor de la Universidad de Málaga y, anteriormente, investigador contratado en el IRNA de Sevilla y Luis V. García, científico titular adscrito a este último centro del CSIC, efectuaron una revisión sistemática de la literatura publicada sobre la materia, que se extendió hasta principio de mayo de 2020, cuyos resultados se han publicado recientemente en línea en un artículo revisado por pares en la revista Investigaciones Geográficas.
33 trabajos publicados
La primera conclusión que se desprende de la revisión de los 33 trabajos científicos sobre la materia, publicados a lo largo el primer cuatrimestre de 2020 en todo el mundo, es que, hasta la fecha, no hay ninguna evidencia científica de que el advenimiento de la estación cálida pueda aportar per se ninguna mejoría en la incidencia y evolución de la enfermedad.
Otra conclusión es que una elevada proporción de los artículos publicados, más del 70%, no habían sido sometidos previamente a ningún proceso de revisión científica. En muchos casos fue incluso imposible determinar con exactitud cuáles habían sido los conjuntos de datos utilizados y conocer detalles necesarios para evaluar las metodologías empleadas.
Por otro lado, una proporción significativa de los estudios científicos revisados que concluyen que existe una influencia significativa de una o más variables climáticas en la incidencia de la enfermedad asociada al nuevo coronavirus, presentan importantes deficiencias metodológicas que arrojan dudas sobre la validez de sus resultados. Por ejemplo, algunos alcanzan dicha conclusión sin considerar el efecto de factores importantes de otra naturaleza, como los relacionados con la geografía humana (movilidad, densidad de población, etc.). En ningún caso se ha logrado aislar un efecto claro, genuino, de la temperatura del aire (ni tampoco de la humedad) en la incidencia de la enfermedad, tras controlar el efecto de otras variables que se sabe que afectan a la propagación e incidencia de la enfermedad.
Así, pues, la consecuencia de la revisión de la literatura científica publicada es clara: no hay ningún motivo para pensar que la llegada del verano pueda ayudar en alguna medida en la lucha contra el nuevo coronavirus. Es necesario, por tanto, mantener exactamente las mismas medidas de prevención, con la misma intensidad y aplicando los mismos criterios sanitarios que en cualquier otra estación.
Desde principios de este año, la comunidad científica internacional se ha esforzado en la búsqueda de cualquier evidencia o, incluso, indicio que pueda ayudar en la lucha contrarreloj que libramos contra el nuevo coronavirus (SARS CoV-2). Además de las líneas de investigación más conocidas, como las orientadas a la obtención de una vacuna o a la mejora de los actuales tratamientos, existen otras centradas en los mecanismos de contagio y en la posible relación entre las condiciones ambientales, como la humedad o la temperatura, y la evolución del nuevo coronavirus y la enfermedad asociada (COVID-19).
Los antecedentes de virus respiratorios estacionales (como el de la gripe u otros coronavirus) cuya expansión se ve afectada por las condiciones ambientales, pusieron a la comunidad científica desde el primer momento sobre la pista de una posible relación entre el tiempo meteorológico (esto es, las condiciones atmosféricas imperantes durante un intervalo de tiempo concreto en un sitio determinado) o el clima (relacionado a las condiciones atmosféricas recurrentes en intervalos de tiempo más amplios) y la evolución del SARS CoV-2 y la COVID-19. Interesaba, sobre todo, el posible efecto de las dos variables meteorológicas que habían sido consideradas significativas anteriormente: humedad y temperatura.