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El cuidado de las cosas pequeñas

Instituto de Ciencias Marinas de Andalucía (ICMAN/CSIC) de Cádiz —
22 de abril de 2021 21:40 h

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Hace algún tiempo, alguien con el suficiente tiempo o la suficiente paciencia calculó cuántas células microalgales coexistían, en un momento dado, en las aguas de nuestro planeta. El resultado fue sorprendente, porque arrojaba una cifra de 6,25 x 1025 células. Habida cuenta de que el número de estrellas en el universo conocido se estima en 7 x 1022, es decir, mil veces menos, nos podemos hacer una idea de la cantidad de algas que pueblan nuestro mundo y que, en cuanto reciben un poco de luz, se dedican a fotosintetizar y, por tanto, a liberar oxígeno. Hoy se sabe que más de la mitad de la fotosíntesis total del planeta Tierra la llevan a cabo estas microalgas.

Pero estos organismos no se ven, por lo general. Casi nadie repara en ellos. Y al tratarse de seres muy pequeños y muy desprotegidos (no suelen tener una gruesa pared celular, como las plantas terrestres), la contaminación podría afectarles severamente.

Hasta hace no mucho se creía que los océanos, debido a su tamaño, eran capaces de soportar toda la basura (visible, como los plásticos, o invisible, como las sustancias químicas) que los humanos vertíamos sobre ellos. Se trataba del paradigma de la dilución: las sustancias son peligrosas por su concentración, y si las diluimos lo suficiente, dejan de ser nocivas. Craso error. Los estudios que se desarrollaron a partir de los años sesenta y setenta del siglo XX demostraron que existían los procesos de bioacumulación (incremento de contaminantes dentro de los organismos respecto a las concentraciones existentes en el medio) y, lo que era aún más peligroso, para algunos contaminantes, como el mercurio, procesos de biomagnificación (incremento de las concentraciones de estos contaminantes en las redes tróficas). La biomagnificación implica que si en el medio tenemos una concentración de “uno” (por ejemplo), en las algas tendremos una concentración de “cien”. En los pequeños crustáceos que se alimentan de ellas a lo largo de toda su vida, la concentración sería de “diez o cien mil”, en los pequeños peces que se comen a los crustáceos, de varios millones de veces respecto al medio acuático, y en los superpredadores (grandes peces y cetáceos que se comen a estos peces pequeños, que ya son predadores), la concentración de estos contaminantes puede ser varios cientos de millones de veces más grande que la que hay en el medio (y luego los humanos nos comemos a estos peces: saquen ustedes sus propias conclusiones). Así las cosas, el paradigma de la dilución fue desechado hace décadas y sustituido por otro nuevo, el paradigma del boomerang: todo lo que lancemos al medio ambiente nos va a llegar de vuelta, de una manera o de otra.

Pero se plantea el problema de cómo comprobar qué efecto tiene cada tipo de contaminante sobre cualquiera de los organismos vivos que componen estas redes tróficas. Para eso existe una rama de la ciencia especializada en tales investigaciones: la ecotoxicología. Se trata de una disciplina científica cuyo objeto es comprobar el efecto de los diferentes contaminantes, la inmensa mayoría de origen humano, sobre cualquier tipo de organismo. Estos estudios se realizan sobre enzimas, células individuales, tejidos, organismos enteros o incluso sobre poblaciones uniespecíficas o multiespecíficas (en este último caso, dependiendo de su tamaño y complejidad, hablamos de microcosmos y mesocosmos, réplicas experimentales de situaciones naturales, con organismos de más de un nivel trófico). Los ecotoxicólogos requieren, pues, formación en química ambiental, bioquímica, taxonomía, fisiología, ecología, oceanografía y a veces en geología y climatología.

El objetivo de estas investigaciones es detectar la peligrosidad de estas sustancias para crear un marco normativo, es decir, proveer de información suficiente a los legisladores para que puedan redactar, con una base científica, normas que limiten las emisiones y vertidos de sustancias peligrosas para el medio ambiente. Así, los ecotoxicólogos ejercemos una labor de vigilancia sobre las condiciones medioambientales y sus posibles amenazas.

“Si vemos lejos es porque miramos desde los hombros de gigantes”

Hay quien critica a la ciencia o, mejor dicho, a los científicos, porque se nos acusa de ostentar verdades absolutas. Nada más lejos de la realidad, y precisamente por eso la ciencia es fiable: porque está en un continuo proceso de revisión y de autocrítica. No es que lo que ayer fuera verdadero hoy es falso, es que la teoría de hoy explica mejor las cosas que la de ayer. De ahí la frase de Newton: si vemos lejos es porque miramos desde los hombros de gigantes. Esto es, que contamos con toda la experiencia de los científicos pasados para mejorar nuestro conocimiento (y enmendarlo). Así, recuerdo el caso del DDT que, en una enciclopedia que había en mi casa cuando yo era pequeño, se describía como la panacea contra las poblaciones de insectos que transmitían enfermedades (como la malaria). Hoy se sabe que se biomagnifica en las redes tróficas, que es difícil de eliminar y casi imposible de biodegradar por los seres vivos y que altas concentraciones de este pesticida afectan a muchos procesos biológicos (como la calcificación de los huevos de muchas aves). Tras los estudios que demostraron su peligrosidad, se prohibió.

¿Por qué no se prohibió antes? Pues porque la industria va más rápido que los ecotoxicólogos (y suele tener más dinero). Los ecotoxicólogos trabajamos al ritmo que nos dejan los proyectos de investigación.

Pero en eso estamos. Hay ecotoxicólogos que estudian el efecto de los contaminantes en crustáceos, en peces, en aves, en poliquetos, en erizos de mar, en las plantas de arroz, en lobos, en hongos, en líquenes, en musgos, en delfines… y yo lo estudio en las microalgas, sobre todo en las marinas. Son pequeñas, nadie se fija en ellas, pero son cruciales. Tanto, que han determinado la biología entera del planeta. Nosotros respiramos oxígeno porque hace dos mil cuatrocientos millones de años a las microalgas le dio por inundar de este gas nuestro mundo…

De modo que seguimos probando el efecto de sustancias nuevas que van apareciendo en el mercado (son los denominados contaminantes emergentes, sustancias fabricadas por el hombre sobre las que aún no hay una normativa medioambiental clara): cremas solares, nanopartículas, fármacos… y todavía nos queda mucho trabajo, siempre lo tendremos, pero no paramos. No se preocupen, que no paramos.

Aquí andamos, al cuidado de las cosas pequeñas.

Hace algún tiempo, alguien con el suficiente tiempo o la suficiente paciencia calculó cuántas células microalgales coexistían, en un momento dado, en las aguas de nuestro planeta. El resultado fue sorprendente, porque arrojaba una cifra de 6,25 x 1025 células. Habida cuenta de que el número de estrellas en el universo conocido se estima en 7 x 1022, es decir, mil veces menos, nos podemos hacer una idea de la cantidad de algas que pueblan nuestro mundo y que, en cuanto reciben un poco de luz, se dedican a fotosintetizar y, por tanto, a liberar oxígeno. Hoy se sabe que más de la mitad de la fotosíntesis total del planeta Tierra la llevan a cabo estas microalgas.

Pero estos organismos no se ven, por lo general. Casi nadie repara en ellos. Y al tratarse de seres muy pequeños y muy desprotegidos (no suelen tener una gruesa pared celular, como las plantas terrestres), la contaminación podría afectarles severamente.