La nadadora mantiene media cara sumergida mientras la otra mitad asoma delicadamente del agua. Apenas tres colores componen la foto: el pálido de su piel, el rojo intenso de sus labios y el gorro, y el azul de los azulejos, del agua y de sus ojos, que miran con expresión inerte. La fotografía de María Svarbova (Zlaté Moravce, Eslovaquia, 1988) transmite una quietud distante, una tensión silenciosa que surge de combinar la calidez de los colores puros con la frialdad de los personajes y escenarios.
Una realidad paralela que no se entendería sin su bagaje cultural y sentimental: cuando Svarbova nació, el comunismo todavía estaba allí. “No viví el comunismo, pero crecí rodeada por su arquitectura y su diseño. Intento mostrar esa memoria a través de la fotografía, que es mi lenguaje”, explica ella en un encuentro con periodistas en La Térmica de Málaga, que acoge la primera muestra en España de la fotógrafa, galardonada en 2016 con el primer premio en la categoría “conceptual” en el International Photography Awards. La fotografía de Svarbova reivindica su pasado personal y cultural con una iconografía propia, alejada de la imaginería global.
La muestra, que podrá visitarse hasta el próximo 12 de febrero, ofrece un conjunto fascinante de escenas surrealistas y oníricas que experimentan abiertamente con el espacio, el color y la atmósfera. El marco espacial lo ofrecen las grandes estructuras generadas por el brutalismo de inspiración soviética, ya sean piscinas, gimnasios o auditorios. Los colores son apenas tres o cuatro en cada imagen, siempre homogéneos y sin ruptura. “Sus imágenes mantienen una tensión silenciosa que insinúa acciones a punto de suceder bajo el brillo de los espacios depurados y pulidos”, dice Dumia Medina, comisaria de la muestra.
Hay un subtexto que recorre su obra, y nada lo resume mejor que su serie Swimming Pools, que estos días puede contemplarse (junto a su colección Futuro Retro, con un tono mucho más narrativo) en el centro cultural de la Diputación de Málaga.
La nostalgia como camino al futuro
Hay nostalgia en la obra de Svarbova que, sin embargo, remite extrañamente a algo parecido al futuro imaginado. Svarbova nació un año antes de la Revolución de Terciopelo, que acabaría dividiendo en dos Checoslovaquia, y tanto ella como su memoria son hijos de todo aquello: los inmensos espacios abiertos, las líneas rectas y definidas, la uniformidad de los sujetos, cierta rigidez burocrática. Una época en la que nadar era más un deber social que un deporte, como ella misma ha recordado alguna vez.
Los protagonistas de sus fotos son algo así como Kraftwerk retratados un día de excursión en cualquier lugar al otro lado del Telón de Acero. Maniquíes de emociones amputadas y colocados, sin contexto, en un espacio imponente. “Me acuerdo del primer día: quería hacer unos retratos, pero cuando vi las líneas y el sitio, me di cuenta de que tenía que reflejar ese espacio. Me gustan las líneas rectas”, admite la fotógrafa, consciente de cuáles son sus señas distintivas. Por sus imágenes se filtra también algo del cineasta sueco Roy Andersson y el recuerdo infantil de las prohibiciones, que en su serie de las piscinas hacen el papel de contrapunto irónico.
Los tonos pastel dan a su obra un descarado aspecto pictórico, como esa serie dedicada a la carnicería de su pueblo natal. Recuerda mucho a David Hockney, probablemente quien mejor ha pintado las piscinas, y algo a Edward Hopper, aunque ella cita también a Rothko o Pollock como sus grandes referencias. “No intento hacer pintura, pero me sale instintivamente”, explica. En su infancia soñaba con ser pintora, hasta que una cámara de fotos se cruzó en su vida. Fue su hermana quien se la regaló, y a partir de ese momento encontró su vocación, que la ha llevado a las páginas de The Guardian, Vogue o Forbes.
Svarbova, que también es directora de arte, sumerge a sus modelos en unas particulares coreografías en las que el agua es un actor más. De ahí, el continuo uso de las simetrías y su predilección por trabajar en entornos en los que los modelos acaban siendo, también, una referencia espacial. “Me gusta el agua en calma, como si fuera un espejo. Y el mar no es un espejo”.
Su lugar, dice ella, está en los espacios ocupados por los seres humanos. En las piscinas, los auditorios y esos inmensos edificios que legó la arquitectura comunista. Capaces de transportar a la realidad paralela, misteriosa y fascinante que se esconde bajo un disfraz de nadadora.