Un canto al teatro y a la vida
El Teatro Clásico de Sevilla continúa su fértil y brillante trayectoria con una nueva incursión en un texto escrito en el siglo XX, tras su propuesta de Luces de bohemia. Se trata de El público de García Lorca, fechado en 1930 e incluido en su “teatro imposible”. La compañía ha aceptado el reto y ha hecho “posible” ese supuesto imposible, como ya hicieron Lluis Pasqual (1986-87), Ricardo Iniesta (2002) o Alex Rigola (2015). Se trata de un texto, aún hoy, endiabladamente complejo de llevar a escena; pero la compañía, con Alfonso Zurro a los mandos, vuelve a demostrar que, desde la iniciativa privada, siguen dando ejemplo de lo que podría (y debería) ser un teatro público andaluz: rigor, buen hacer y ambición artística.
La homosexualidad, tema central de la obra, es mirada aquí de frente y, por ello, se convierte en metáfora de todos los anhelos que pueblan la escena y, por tanto, la vida
El impresionante despliegue de imaginación visual que nos plantea la propuesta busca hacer accesible la pieza sin traicionar su aliento poético surrealista. El público obliga a tomar mil decisiones dramatúrgicas y escénicas a quien decida montarla. Zurro recoge el guante que lanzó Lorca en 1930 y construye una pieza en la que el imaginario del dramaturgo granadino resplandece justamente porque el director lo hace suyo y se sumerge en sus propias fantasías para extraer la belleza y el vértigo de abrir el escenario a la vida: amor, deseo, represión, violencia, miedo, plenitud y vacío. La homosexualidad, tema central de la obra, es mirada aquí de frente y, por ello, se convierte en metáfora de todos los anhelos que pueblan la escena y, por tanto, la vida.
Un telón de flecos que se mueve por la escena adelante y atrás y sobre el que se proyectan audiovisuales, dos practicables que son tumbas y pequeños escenarios en el escenario y una mesa metálica con ruedas son los elementos escénicos. Curt Allen, y Leticia Gañán son capaces de hacer una propuesta escenográfica que aúna belleza y polivalencia, sin caer en la tentación del exceso. Un impresionante trabajo de vestuario y caracterización sostiene la propuesta y los intérpretes se entregan en una espiral de cambios que funcionan como un mecanismo de relojería para recorrer la amalgama de situaciones y personajes del original lorquiano. A ellos, se suman un espacio sonoro que va conduciéndonos por el entramado de emociones y sensaciones que se despliegan, unos audiovisuales que refuerzan y desbordan la simbología lorquiana y un portentoso trabajo de iluminación.
Un elenco sobresaliente
El elenco al completo raya a gran altura y muestra cohesión y compromiso para transitar el viaje alucinante y alucinado que es El público. Desde el sobresaliente trabajo de Juan Motilla como el director atrapado en su dualidad (miedo y deseo de libertad artística y vital), pasando por la descarnada interpretación de Santi Rivera y Luis Alberto Domínguez, la contundencia y versatilidad de Piermario Salerno, Íñigo Núñez, Raquel de Sola, Silvia Beaterio y José María del Castillo, hasta la preciosa fragilidad y el magnetismo escénico de Lorea Ávila, los intérpretes hacen posible que este viaje nos interpele y nos emocione. Todo ello, como decíamos más arriba, conducido con mano maestra por Alfonso Zurro, que sigue reinventándose en cada nuevo proyecto y se enfrenta a El público con la sabiduría de un maestro y, al tiempo, con la pasión de un recién llegado. Su labor combina leves intervenciones textuales y un ingente (e invisible) trabajo dramatúrgico para navegar sobre el caudal surrealista sin sucumbir a lo arbitrario.
El público, no el del título de la obra sino las personas que llenaron el Lope de Vega en su cuarto día de representación (otra virtud de este Teatro Clásico es haber creado un público que colma el aforo de sus propuestas), aplaudió en pie largamente al final de la función en reconocimiento a un trabajo de muchos quilates.
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