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Hamlet: La cárcel del poder

La Compañía de Teatro Clásico de Sevilla trae Hamlet

David Montero

La trayectoria de Teatro Clásico de Sevilla (TCS) es ejemplar. Desde su nacimiento en 2005 ha sido capaz no sólo de sobrevivir sino de crecer en medio del naufragio generalizado de compañías que han provocado la crisis y los recortes. Hace más de un lustro que la dirección de escena de una gran parte de sus espectáculos recae en Alfonso Zurro y el elenco de actores se mantiene relativamente estable, por lo que han ido desarrollando una manera propia de hacer los clásicos que se ha visto reconocida con premios y el favor del público en toda la geografía nacional.

En esa trayectoria, Hamlet es la primera incursión de la compañía en un texto ajeno a la tradición española. Y, para este encuentro entre Zurro/TCS y Shakespeare, ahondan en sus señas de identidad: una estética impactante y cuidadísima, un lenguaje singular y equilibrado y un reparto afinado, en el que destaca Pablo Gómez-Pando, capaz de salir airoso del tour de force que exige encarnar al atribulado príncipe de Dinamarca.

La propuesta escénica pivota en torno a la impresionante escenografía de Curt Allen: una media luna de espejos inclinados encuadra un piso irregular cubierto por una tela blanca. Este espacio acogerá todos los espacios que exige la pieza, cambiándose solamente el suelo (de blanco a negro, de aquí a rojo, luego césped y tierra). Las cárceles que son el palacio real y Dinamarca (una cárcel dentro de otra cárcel, dentro de otra que es el mundo entero) lo son aquí por la extrema visibilidad: nada escapa al reflejo que multiplica y confunde las imágenes. Florencio Ortiz afronta y supera el desafío de iluminar ese endiablado juego de espejos y el propio Allen firma un vestuario que escapa de la reproducción del topos clásico para colocarse en un no tiempo que incluye todos los tiempos.

El fantasma del poder

A la altura de la propuesta estética están la escénica y dramática. Zurro parte de la primera traducción al español del Hamlet, firmada por Moratín, para elaborar su versión: una versión que elimina la trama de Fortimbrás y que apuesta por potenciar la ambigüedad del protagonista en vez de resolverla. Tras ver este trabajo y ante la pregunta simple pero pertinente de si Hamlet es bueno o malo, tendríamos que responder que ambas cosas. Y esa complejidad, esa ambivalencia nos inquietan y revuelven más que una respuesta en uno de los dos sentidos. Durante la función, se va repitiendo como estribillo o leit motiv con distintos protagonistas: “¿Cómo estás? Bien, bien”. Esta falsedad (bien en Hamlet no está nadie) refleja la hipocresía que reina en la corte, inevitable en quienes sólo luchan por mantener sus puestos y medrar. La ambición corrompe y deshumaniza a todos. La suerte de Ofelia es la ilustración perfecta de ese horror: una mujer que llega a la locura y al suicidio víctima impotente de la podredumbre de la política, ese mundo masculino que está demasiado ocupado consigo mismo para pensar en los “daños colaterales”.

La puesta en escena con la mayoría de las transiciones y cambios escénicos “a vista” extrae todo el potencial de esa teatralidad y va dibujando metáforas visuales que encarnan los temas fundamentales de la pieza: la silla-trono que Hamlet agita y del que se cae en la primera escena, la tela blanca movida por el viento para sugerir sin mostrar la presencia del fantasma, la imagen de Ofelia destrozada por su encuentro con Hamlet e ignorada por el rey y su propio padre (ese “daño colateral”), las manchas de sangre en el espejo que Gertrudis se afana inútilmente en borrar como Lady Macbeth las de sus manos, la fugaz muestra del sexo de Ofelia en su locura que provocó murmullos en una parte del público (sí, la visión de esa parte del cuerpo femenino sigue inquietando), ... Al final, la tierra y la calavera, a modo de vanitas barroca, que nos recuerda que ése es el destino inevitable de todo lo que vive, hacen risible la ambición y el afán de poder. Hamlet, moribundo, se debe contentar con la memoria que deja de sí y encarga a Horacio contar lo ocurrido.

Una interpretación brillante y generosa

Pablo Gómez-Pando, que ya había regalado un primoroso trabajo en El Buscón, encarna un Hamlet a la altura de las expectativas. Su generosidad en escena es igual a su talento y destreza técnica: cambia de la fragilidad a la brutalidad en un instante, pasa del desgarro a la bufonada en otro, dice los textos con verdad y precisión, y se bate en cuerpo y corazón para transitar el viaje que exige el rol del príncipe danés. Una maravilla. A la altura está el elenco que lo acompaña: Juan Motilla dibuja un Claudio sibilino, Amparo Marín (a la que diríamos que le espera un gran papel como a Pablo esperaba Hamlet) una Gertrudis atormentada y turbia, Manuel Monteagudo se luce en un Polonio al que extrae toda la comicidad del charlatán impenitente, Rebeca Torres está conmovedora en la locura, Antonio Campos encarna un Horacio leal, José Luis Verguizas aporta sensibilidad y mesura al difícil rol de Laertes, José Luis Bustillos defiende un Rosencratz divertido e inquietante, Manuel Rodríguez un cómico sobrio y todos los que doblan papel cumplen en sus otros roles. A ello ayuda el sutil y eficaz trabajo de sonorización de las voces.

En suma, un trabajo sobresaliente que sigue recogiendo premios y reconocimientos, a la larga lista que ya atesora se suman ahora tres candidaturas a los premios Max, y que muestra como, desde la empresa privada, se pueden afrontar retos de envergadura y salir airoso. Mientras, seguimos a la espera de un Centro Andaluz de Teatro que contribuya a visibilizar dentro y fuera de Andalucía las artes escénicas andaluzas.

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