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elDiario de un espectador: El bello animal

Isabel Do Diego / Autor: Centro de Investigación y Recursos de las Artes Escénicas de Andalucía

David Montero

9 de octubre de 2021 19:14 h

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La temporada teatral sevillana está arrancando y este año hay un no sé qué de alegría porque se ha vuelto a permitir el 100% del aforo y las medidas sanitarias por la COVID se van relajando. En ese contexto, el Teatro Lope de Vega estrena primera temporada íntegramente diseñada por su nuevo director, Carlos Forteza. Ese teatro fue mi escuela como espectador. En su paraíso, yo me enamoré de la cosa escénica, de ese milagro que es que unas personas se pongan frente a otras y les expliquen la vida y la muerte, aunque ellas tampoco la entiendan. Por eso, he vivido con especial tristeza la inercia que se instaló en él durante demasiados años: desde que abandonó el cargo Antonio Álamo (con él vi un Peter Brook y un Luca Ronconi) hasta que, al fin, y por concurso público, ha asumido la dirección Forteza. Su programación pinta muy bien. No solo por los nombres que incluye y su mirada sobre “las artes escénicas como espacio de conflicto, de confrontación proactiva y positiva de pensamientos”, sino, sobre todo, porque hay alguien al mando con un criterio propio. Los mejores deseos, porque lo bueno que le ocurra a ese teatro será bueno para las artes escénicas de esta ciudad.

Un paseo escénico

Ahora sí, la inauguración del Lope, su carta de presentación en esta nueva etapa, ha sido una pieza de Emilio Rivas a la que el propio artista define como “pieza en trayecto que se reinventa y cobra nuevo significado cada vez que llega a un lugar diferente”. Se trata de un paseo por el edificio del teatro y sus alrededores en el que vamos con cascos y él, su cuerpo y su voz, nos acompañan. A través de este dispositivo, Rivas establece un diálogo a tres bandas (el espacio, el resto de los participantes y él mismo) en el que somos testigos y cómplices.

Conozco la pieza y he visto alguna versión más de ella. Y me llama la atención que, justo ahora, cuando Emilio Rivas nos confiesa una crisis personal y creativa que le hace dudar de si tiene sentido esto del teatro, este Take a walk se convierte en un canto hermoso y desgarrado a eso que solo el teatro puede ser: una belleza a mitad de camino entre la presentación y la representación. La obra se articula en varias escenas-paradas. Os cuento las que más han perdurado en mí: una niña en el marco neobarroco del Casino leyendo el monólogo de Hamlet (ser o no ser); Emilio vestido de monstruo a lo Maurice Sendack nos cuenta su tentación de marcharse de la fiesta de la vida (eco del ser o no ser) en ese mismo paraíso en el que yo me enamoré de esto del teatro; todos en el escenario escuchando que Jordi Farnés, director técnico del Lope desde finales de los ochenta, elige como recuerdos perdurables los pequeños momentos de encuentro con otras personas antes que las gestas artísticas; el alzarse lento del telón y temblar con la belleza de ver, desde el escenario, la lámpara del teatro a ras de suelo mientras suena L´animale de Franco Battiato; la vida casi pura en el escenario, con alumnas de una escuela de voleibol entrenando con pelotas y red, y cómo una batería va marcando un ritmo al que se integran los movimientos de las jugadoras: la vida se pauta al subir a escena para ser más viva; otra niña, hermana de la que leyó a Hamlet, sosteniendo el miedo del monstruo que jugaba a ser el propio artista.

Cuando todo terminó, entre los aplausos, había un temblor de emoción, de agradecimiento por la generosidad de Emilio (vivir no es muy complicado, si puedes renacer después), por su apuesta de mirar el animal que todos llevamos dentro y su fe en que encontrará, encontraremos, motivos para seguir bailando en la fiesta de la vida.

Las primeras preguntas  

Reestructuración cuestiona el concepto de lo escénico desde el primer momento. Esta tabula rasa es la mejor manera de acercarse a esto del teatro. Cuando digo teatro, digo escena, cuando digo escena, digo encuentro en y con lo colectivo. Si embargo, la pieza tiene una estructura clara: prólogo, cuatro actos y epílogo; pero aquí se desprecian algunos de los recursos habituales de la escena (apagar la luz en el público y encenderla en otro lugar, disuadir a los espectadores de que hablen durante la función, los espectadores dejan de ser un todo indiferenciado y se dividen en pequeños grupos a razón de sus afinidades). A cambio, cada escena es un estímulo que se presenta para disparar la conversación en esas pequeñas pandillas. Esta conversación puede girar sobre la escena, dispararse a partir de ella o generar un paréntesis de silencio. No importa. La obra continúa con el peso de lo real, lo palpable.

Esas presentaciones le dan un tono brechtiano a lo que vemos: un maestro de ceremonias que no siempre es el mismo (tres personas comparten ese rol) nos informa de lo que va a suceder a continuación. Ese juego de anticipación sí que entronca con uno de los núcleos duros del drama, la ironía trágica. Cuento lo que es eso para las no iniciadas: el público sabe más que todos o algunos de los personajes. Es el recurso de todas las pelis de miedo en las que nos enseñan dónde está escondido el asesino para que luego suframos cuando la víctima se acerca a ese lugar.

Más allá de ello, esta pieza me lleva inevitablemente a las primeras preguntas, esas que siempre nos acompañan, aunque las respuestas que les damos vayan cambiando: ¿qué es teatro?, ¿qué estoy realmente seguro de que no lo es?, ¿para qué sirve si es que aún sirve para algo? Me acuerdo de unas palabras de Pedro G. Romero que me he tenido que aprender hacer poco: “Recuerda a Ángel González diciendo que el único arte, la última situación que nos queda es una buena comida y unas copas con los amigos.”

He sido intencionadamente ambiguo con este espectáculo. En la próxima entrega de este diario os cuento más de él y os desvelo alguna sorpresa.

Antes todo este campo era campo

Casi fuera de espacio y tiempo, no me resigno a dejar fuera el concierto de Isabel do Diego (heterónimo del artista Juan Diego Calzada) en el Teatro Central dentro del ciclo Flamenco viene del Sur. Es una magnífica noticia que este ciclo se abra a otras estéticas y públicos dentro de ese cajón desastre (a mucha honra) que es lo flamenco. Eso sí, el nombrecito me sigue dando repeluco: el flamenco no viene, más bien va, y no sé bien qué sea el sur al que mientan.

En cualquier caso, la propuesta de Isabel do Diego me entusiasmó ya al escucharla: coger elementos del folklore y el flamenco, mezclándolos con electrónica y arte sonoro en una reelaboración que escapa (gracias Dios y su cuñao Lorenzo) a cualquier orgullo identitario andaluz. Ahora, la puesta en escena amplifica el discurso porque encarna y pone en la grieta los conceptos que la artista maneja: género, ciudad, tradición… Porque en toda ciudad hay un campo, en toda tradición vanguardia, en todo centro una periferia, en toda mujer un hombre, en toda vida una muerte. Y viceversas

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