En el marco de esta edición del Festival Internacional de Danza de Itálica, Rocío Molina ha presentado tres piezas que forman parte del proceso de creación e investigación de su siguiente espectáculo. Los llama Impulsos y son encuentros con distintos artistas en los que la bailaora va dejando aparecer un universo simbólico, coreográfico y escénico que luego cristaliza en el espectáculo en cuestión.
En el primero, la artista malagueña compartió escenario con el sublime guitarrista Rafael Riqueni; en el segundo, con la bailarina y coreógrafa Elena Córdoba; en el de este fin de semana, con el coreógrafo, bailarín y cantante François Chaignaud. Cada Impulso es parte de un proceso de búsqueda e indagación artística y personal, al mismo tiempo que es acontecimiento escénico que se agota en sí mismo. Esa doble y paradójica característica es parte del atractivo que la propuesta genera. Como el propio programa afirma, “el laboratorio de Rocío Molina se abre al público”, pero ya han advertido unas cuantas filósofas que quien observa modifica lo observado. Así que el público que llenaba el patio de butacas del Convento de San Isidoro del Campo colaboró en la creación de una pieza irrepetible y, para mí, excepcional.
El vértigo de lo vivo
La obra arranca con irrupciones de ambas artistas que atraviesan la escena en solitario, sus presencias se van solapando, desaparecen y reaparecen por lugares insospechados, obligándonos a mirar y admirar todos los rincones del bellísimo Claustro de los Muertos. En escena, permanecerá toda la función el magnífico contrabajista Pablo Martín Caminero. Desde muy pronto, François Chaignaud me conquista con su fluir libre por el espacio que cuestiona y difumina los códigos: toca al público, resuella, se despoja de ropa, es puro presente, o sea, no hay en él el mínimo énfasis o manierismo. Por su parte, la Molina arranca muy suave. Agradezco y disfruto esa suavidad, esa reducción de la energía y del número de gestos que hace resplandecer esa otra cara de la intérprete (sutileza, fragilidad, ternura) otras veces eclipsadas por su enorme poderío físico y técnico.
Cada aparición crea un personaje distinto, una mujer nueva que se pasea por la escena, con su drama y su comedia a cuestas, su risa y su destrucción. Hay batas de cola blanca, ropa anacrónica (invierno moscovita en pleno verano sevillano), vestidos y plásticos. Tras ese poner las cartas sobre la mesa, un primer encuentro entre ambas. Las dos personas descalzas (como todas), las dos con batas de cola (blanca François, negra Rocío). François mantiene la cosa siempre en el filo de la navaja, lo hace no dejando morir nada, suministrando riesgo, temblor y alegría a cada momento. Estamos ante un improvisador avezado y encantado de serlo, ante un ilustre gamberro, ante alguien que sabe que estar en la escena es estar en la cuerda floja: si no hay vértigo, se acaba lo vivo. Rocío, inteligente y generosa, es toda escucha. No esconde su desconcierto cuando éste aparece. No tira de técnica. Y ya sabemos que no es porque esté falta de ella. Surgen fragmentos del vocabulario de la coreógrafa. Está el suelo que conquistó en Caída del cielo, están sus paseíllos y sus marcajes, su rítmica personal y exacta, están los crótalos a lo Fernanda Romero (hipnótico el momento en que sus manos asoman por las ventanitas de la torre y los hacen sonar); pero todo eso está a girones, como el vestido de los traspasados por invento lorquiano del duende (quien quiera comprobarlo que lea el delicioso libro de José Javier León El duende: hallazgo y cliché).
La muerte del personaje
Luego François queda solo en la escena. Cada momento de su trabajo sigue respirando verdad y vida. Sigue gamberro y en peligro. Para mi álbum de momentos que se me harán cicatriz escénica, queda su reguincharse en el cigüeño de hierro del pozo en el que todos temimos por su integridad física. Una lección de improvisador: si propongo algo, lo defiendo hasta que se agota; ni me quedo cuando ha terminado ni huyo porque se complica. También zapateó en puntas, cantó, bailó, respiró, comió e hizo una foto con su móvil. Hay otra aparición de la bailaora sola que nos cita y excita con su zapateado made in Molina. La irrupción de François les hace enredarse en un divertido barullo en el que el artista francés descalza a la bailadora. Molina acepta el reto y el juego, insiste en ser ella sin dejar de estar con el otro, la otra, lo otro y los otros. Sigue marcando el ritmo con sus nudillos en el suelo, se ríe y le dice “vaya nochecita que me estás dando”. Este Impulso está siendo puro terrorismo artístico en el sentido que lo plantea Giorgio Agamben. Y eso es una magnífica noticia.
Cada artista forja inevitablemente un personaje, es lo que ahora se llama “crear una marca”. Ese personaje es su libertad, pero también su condena. Rocío Molina es desde sus comienzos lo que en el argot flamenco se llama un bicho, o sea, una superdotada técnica que deslumbra y seduce haciendo posible lo imposible. Su indagación en los límites técnicos y expresivos del vocabulario flamenco han sido imprescindibles en el nacimiento de una nueva generación que ahora copa los escenarios. Pero ella parece estar sugiriendo para sí misma un nuevo lugar. Por eso, en este Impulso no hubo exhibición técnica ni despliegue de facultades. Habrá quien eche de menos eso que Rocío les daba, pero pueden estar tranquilas: lo seguirá dando, simplemente ahora se compromete con su búsqueda incondicionalmente. Es signo de valentía y madurez. Yo disfruto y revindico esta fragilidad de la Molina. Los lectores habituales de autoayuda hablarían de que ha abandonado su zona de confort. Yo digo que le ha prendido fuego y busca el camino con el resplandor de esas llamas.