El pan y la sal: el mapa de la herida
El pan y la sal encara el asunto de la memoria histórica y lo hace a través del proceso de 2012 contra el juez Garzón, en el que la asociación Manos limpias lo acusó de prevaricación por su investigación en torno a los crímenes del franquismo.
La función, escrita por Raúl Quirós, ha seleccionado fragmentos de ese juicio: alegatos de la acusación y la defensa, testimonios de familiares de desaparecidos, las intervenciones del propio Garzón,... El autor aplica la máxima atribuida a Miguel Ángel (quitar el mármol sobrante para que aparezca la estatua) y elimina la mayor parte de las palabras de la transcripción del juicio para que surja la obra de teatro. A partir de ella, Andrés Lima y Teatro del barrio plantean una lectura dramatizada en la que participan algunos de los nombres más relevantes del teatro español actual.
Sobriedad escénica
Hay un fondo de fotos en blanco y negro de algunos rostros desconocidos hay gradas a los dos lados de la escena, hay tres mesas (la del juez y las de acusación y defensa) y se confía en la palabra en estos tiempos saturados de imagen e imágenes. Los intérpretes leen sus textos y el código se va naturalizado hasta que te olvidas de que están leyendo. Los leves subrayados musicales y el vestuario ayudan a dibujar la situación y los personajes.
Así, intercalando las intervenciones de los dos abogados y Garzón (centradas en los aspectos legales del asunto) con los testimonios de los familiares de víctimas (que rezuman rabia serena y obstinada, afán de justicia, dolor) se va dibujando el mapa de una herida. La ausencia de otros elementos (apenas hay cambios de iluminación ni movimientos escénicos más allá de los imprescindibles) se hermana con la ausencia de las víctimas y carga de un desconsuelo pertinaz la función. Duele cada testimonio porque es herida antigua que nunca cicatrizó; duele la dignidad de esas personas que no buscan revancha, que no rompen la baraja, que siguen confiando en una justicia que los enreda en consideraciones técnicas para seguir escamoteando una solución real y definitiva a la situación.
Todo el elenco defiende con convicción sus personajes. Estamos ante indudables cabeceras de cartel que aquí se convierten en secundarios de lujo (Gutiérrez Caba, María Galiana, José Sacristán, Gloria Muñoz,…) alrededor de la pelea entre el abogado defensor (Antonio de la Torre) y el de la acusación popular (Ernesto Alterio), lleno de convicción y la sutiles vehemencia y superioridad del que se cree en posesión de la verdad absoluta. Su trabajo hace más hondo el espectáculo: ya se sabe que sin un “buen malo” no hay buena obra. Mario Gas se distancia del Garzón real y nos ayuda a crear un trampantojo entre ambos (el personaje y la persona) y el propio Andrés Lima es el juez y también lector de las acotaciones.
Esa austeridad, para mí, podría extremarse: me sobran las fotos, me sobran los subrayados musicales. Entiendo que hay una gran parte del público que los agradece, pero yo no formo parte de ellos.
Ficción y realidad
Al final, subió al escenario Josefina Masulén, la real, uno de los personajes retratados en la función. La abuela de Josefina, entonces embarazada, desapareció al comienzo de la Guerra Civil. Viendo cómo su testimonio hermana a público e intérpretes en un aplauso cerrado, me acuerdo de las palabras de Borges: “Solo una cosa no hay. Es el olvido”. Sus palabras son casi exactas. Sin embargo, en este país, hay quienes se empeñan en que sí lo haya. Van contra la justicia, pero también contra la lógica. Según un informe de la ONU la cifra estaría en torno a los doscientos mil y la mayor parte de esos desparecidos lo son desde hace ochenta años. Durante los primeros cuarenta, estuvo gobernando (tras una insurrección militar) el régimen que había ordenado y ocultado esas desapariciones. Después, la fragilidad inicial de la democracia y el miedo a una involución llevaron a un pacto de silencio. Ese pacto de silencio se prolongó en el tiempo mucho más allá de lo justificable (si es que alguna vez tuvo justificación). Hoy, ese simulacro del olvido es una rémora que arrastramos como país y que prolonga el dolor de quienes ya han sufrido demasiado.